Saturday, August 14, 2021

 

Antonio Escobar según mi frágil memoria

 

Cuando llegué a Serán, Antonio Escobar, oriundo de Jequetepeque, ya era el profe, ya era el poeta famoso. Le decían profe porque trabajaba en el Departamento de Educación de la cooperativa; y, poeta, porque escribía y publicaba poemas; era la única persona, en todo el lugar, que utilizaba lentes, y gruesos como fondo de botella, por eso algunos mayores le decían “Ciego”. Ah, también decían que era un comunista. Para mí era un hombre diferente y de respeto, que parecía no entonar con el lugar. Yo tenía 9 años; él, la edad de Cristo.


No recuerdo exactamente cuándo empecé a frecuentarlo y hacerme su amigo; pero tuvo que ser a inicios de los 90, cuando yo ya estudiaba en la universidad. Una de las primeras acciones que hicimos juntos, sino la primera, fue fundar la Asociación Cultural Pachamama (1992), cuya finalidad era fomentar actividades culturales en bien de Semán; las reuniones se llevaban a cabo en la sala de mi casa. De esta asociación, de corta vida, salió, bajo mi responsabilidad, el boletín informativo “Pachamama”; yo recopilaba y revisaba los textos de los jóvenes colaboradores, que luego llevaba a la casa de Antonio para que los pasara a máquina de escribir; pues, Antonio tipeaba a la velocidad del sonido, mientras iba atrapando los gazapos que se me habían escapado. Entonces lo imaginaba, tipeando a la sombra de la noche, en esténcil, mientras Semán dormía, los poemas, cuentos, ensayos, etc., de los diversos escritores; y, luego, reproduciendo del conjunto bajo el nombre Runakay en el mimeógrafo “prestado” de la cooperativa; un “prestado” que en otras circunstancias habría significado una afrenta imperdonable. Me lo imaginaba compaginando, encuadernando, con alguna gota de sudor cayéndole de la frente, y, luego, repartiendo el producto de papel, con la fe puesta en la lectura, por todo el Perú y parte del extranjero. Imaginaba fascinado cómo una revista parida con carencias, pero con amor, en cuyas páginas publicaban escritores de renombre, así como escritores que luego lo serían, logró llegar a la edición número 20, incluyendo sus 63 separatas, y a esparcirse vigorosamente desde un pequeño pueblo clavado como lunar en el arrozal. Mi imaginación se truncaba cuando Antonio concluía de tipear el humilde Pachamama. “Listo, loco”. Se publicaron solo cinco números de este boletín, los cuales solo viven en el recuerdo. Ah, imagino ahora que por aquel tiempo Antonio seguramente sacó una botellita de claro jequetepecano, ese néctar madurado bajo tierra, e hicimos un brindis, que rompería el hielo etílico y abriría ese espacio sagrado que se ensancharía con los años.

 

El año 1993 se instaló en Semán la novísima Universidad Juan XXIII. El promotor, el párroco Fernando Rojas Morey, buscaba un terreno, un lugar donde ésta podría funcionar. Cuando la inquietud llegó a oídos de Antonio, éste, con la convicción de que una universidad convierte al lugar donde se instala en un polo de desarrollo, sin pensarlo dos veces, gestionó para que la universidad funcionara en los ambientes del otrora taller de la cooperativa. Ya con los ambientes adaptados, el año 1994 se abrió el primer ciclo de preparación preuniversitario, en el cual participé como docente; pues, Antonio Escobar, sabiendo que yo estaba en Semán debido a la huelga que atravesaba la UNT, donde cursaba el sétimo ciclo de física, me recomendó. Los sábados, al mediodía, luego de que finalizaban las clases, la plana docente, casi en pleno, terminaba en la casa huerta de Antonio, donde compartíamos un pato o una gallina guisados; unas cervecitas heladas, un clarito macerado y, sobre todo, buena conversa y música en vivo al rumor de los mangos y ciruelos. La universidad, aunque funcionó varios ciclos, mientras luchaba por el reconocimiento del estado, este jamás llegó; fue así como Semán vio esfumarse la oportunidad de desarrollo de su vida.        

 

El año 1994, Antonio concreta su pasión por la décima espinela y publica su poemario “Remanso de amor”. Esta pasión lo llevó a coordinar con César Huapaya, presidente de la Asociación de Decimistas del Perú por aquel entonces, para que el Encuentro Nacional de Decimistas que se venía realizando en Lima, se descentralizara y se trajera a Guadalupe; y  fue como en plena feria de la Virgen, arribaron a Guadalupe los más importantes cultores de la décima de pie forzado del país; recuerdo, por mencionar algunos, a Antonio Cavero Tirado, Raúl Ramírez Soto, Blanca Nava, Antonio Silva García, Javier Valera de la Cuadra; este último un gran repentista. Por entonces yo había pergeñado  algunas décimas en estricto secreto, incluso ni a Antonio Escobar se lo había contado; y lo recuerdo bien porque durante el encuentro, extraoficialmente, me sucedió algo inolvidable y curioso: aprovechando que los decimistas tomaban un café en “El Velásquez”, me acerqué con prudencia lo más que pude a la mesa; y ahí esperé hasta que alguno de los decimistas notara mi presencia; ni bien esto ocurrió le hice señas y balbuceé: “un momentito, por favor”; cuando la tuve frente a mí, tras saludarla, le dije que me gustaría que me diera su opinión sobre una de mis décimas  que había escrito. Apenas aceptó, le alcancé el papel que sostenía en la mano; leyó con cuidado, y al minuto me dijo: joven, su décima tiene once versos. No recuerdo si la anécdota se la conté a Antonio en algún momento; y si se la conté tuvo que ser entre sorbos de cerveza, por aquello de adquirir valor y sobreponerme a la vergüenza que había sentido.    

 

A veces, con el aura que tenía Antonio, y las dos décadas de años que me llevaba, me parecía mentira que fuéramos amigos. Los fines de semana cuando volvía de Trujillo, o cuando estaba de vacaciones, casi todas las tardes iba a verlo a su casa.  Y ahí, bajo la copa del mango, mientras tomábamos una cerveza o un clarito, conversábamos largas horas de literatura; también de la vida. A veces solo conversábamos, mientras Antonio chapoteaba la tierra de su huerta trasera. Esta amistad me dio ánimos para pedirle prestada su biblioteca. Cada que la veía repleta de libros y revistas ordenados en estantes infinitos de madera, más diminuta veía a mi biblioteca conformada por el puñado de libros adquiridos en el bazar suelo, en Trujillo. Y fue así cómo, tras su venia, me llevaba los libros y/o las revistas de tres en tres o de cuatro en cuatro a mi casa, donde los leía con emoción; ni bien los terminaba, los devolvía; y, entonces repetía la faena…; recuerdo que cruzaba con orgullo la pampa de polvo, que separaba nuestras casas, con mi hato de libros bajo el brazo; ah, y las lecturas del suplemento “Caballo Rojo” del diario Marca. En aquellas tardes, de cuando en cuando, interrumpía la conversa y acosaba a Antonio con mi estribillo: “Antonio, yo escribo”, mientras él, seguramente, me daba ánimos con un “A ver, enséñame”.  Tardé en tomar el ánimo necesario y en aceptar que pudiera decirme que mis poemas eran paja, polvo, vano. Caía la noche, en el comedor de mi casa, recuerdo; tomábamos una cerveza a la luz de la lámpara de kerosene, cuando en un descuido fugué a mi cuarto, escogí un poema, volví y le dije: “lee”, estirando mi mano. Leyó en silencio, sus lentes gruesos reverberaban la luz taciturna y su perfil lucía más montañoso que de costumbre; luego, simplemente me dijo: “Loco, tienes leña”. Y desde entonces empezamos a mostrarnos nuestros textos inéditos, a compartir apreciaciones y críticas. Así yo tuve el privilegio de leer en borrador, por ejemplo, Universos de ternura y Cantar de cima.   

 

Como no todo era libros, sino que la luz era necesaria para poder leerlos por las noches, Antonio asume la presidencia de un comité pro-electrificación de Semán que existía desde el año 1994. Fue la condición que puso el ingeniero Fernando Quiroz para echar andar el proyecto. En realidad, cuando Semán era cooperativa, había tenido luz eléctrica solo algunas horas por la noche; y, algunas otras de yapa por el día, cuando el ingenio Santa Rosa estaba en temporada de pilado de arroz, las únicas horas que subsistieron a la parcelación (1986). Aunque yo no fui parte del comité, oficialmente; sí lo fui en la práctica. Recuerdo lo difícil que fue “convencer” a la gente de lo beneficioso del alumbrado eléctrico. Tuvimos que “luchar” duro con Antonio, su familia, Luis Alaya, entre otros, para recolectar la cantidad de firmas que exigía HIDRANDINA. Parece increíble, pero mucha gente se oponía al proyecto; pues un grupo al que no les agradábamos, les envenenó el alma. Cómo olvidar a la vecina que enojadísima nos dijo que jamás firmaría: ¡Yo no necesito luz eléctrica, con mis lámparas de kerosene me basta!; y acto seguido nos tiró la puerta en la cara. Fue en noviembre de 1998, cuando Antonio me contó, emocionado, que en Semán la luz al fin se había encendido: Loco, se acabaron las lámparas y los candiles; yo ya tenía 9 meses viviendo en Puerto Rico.

 

Era el año 1996 y Antonio Escobar, imparable, realizaba en Guadalupe los “Jueves Literarios”. Gracias a esos eventos desfilaron, ante mi asombro, escritores como Juan Paredes Carbonell, Juan Félix Cortés, Santiago Aguilar, Rogelio Gallardo, Max Dextre, Carlos Sánchez Vega, etc. Yo los miraba con respeto desde el palco de platea. También desfilaron, como si de rockstars se trataran, los jóvenes escritores David Novoa, Miguel Ángel Pajares, Luis Cabrera Vigo y Duncan Cedano; en su recital, me colé, no como poeta, claro, porque aún no salía del closet literario, sino como cantautor: acompañado de mi guitarra canté Nostalgia y Tierra Milenaria. Entonces imaginé a Antonio, allá por el año 1986 cuando yo cursaba el último año de secundaria ajeno a la movida, en los ajetreos del I Encuentro Nacional de Escritores, evento que puso a Guadalupe en el ojo de la noticia; imaginé derramando literatura a Jesús Cabel, Andrés Díaz Núñez, Gonzalo Pantigoso, Bethoven Medina… ah, y a Eduardo González Víaña, quien según me contaba siempre Antonio, emocionado, fue su profesor en la secundaria, quien lo enamoró más de la poesía: era un profesor fuera de serie, leíamos con él buena literatura, y no en el aula, sino en el patio o  a orillas del mar; era un locazo. Este ambiente culturoso hizo, quizá, que mis ganas de sacar mis poemas a la calle, al ojo público, se alborotasen. Para suerte mía, Eileen Newton, ciudadana norteamericana que apoyaba a la MDG, y sabía de mi pasión subrepticia por la creación literaria, en octubre me ofreció publicar mi poemario Cantata al trío heroico en humilde plaqueta. Se imprimieron 250 ejemplares, los cuales se repartieron en la semana jubilar de Los Hermanos Albújar y Guarniz. “Cantata al trío heroico”, mi primera publicación y que años más tarde renombraría como “Cantata al silencio”, vio la luz con el prólogo de un tal Siul Barcoes, seudónimo que, si se lee de derecha a izquierda, dice: Escobar Luis; que no es sino Luis Antonio Escobar y Mendívez; ese “y” es mío, nacido de la confianza que nos teníamos. Eso sí, cuando yo lo llamaba así, él invariablemente retrucaba con un Robert de la Jara y Uretra.     

 

En el verano del año 1997, con Antonio frecuentamos Pacasmayo y San Pedro por cuestiones ligadas a la literatura. Una de las reuniones memorables se dio después de la ceremonia de premiación realizada por la municipalidad de Pacasmayo; doña Noemí Arana, esposa de Antonio, había ganado el primer puesto en cuento; yo, creo, el segundo en poesía. Nos reunimos en el Club Rayo, entre otros, Alíndor Terán, Víctor Gómez, Manuel Rodríguez, Fanny Mendoza, Oscar Ventura, Víctor Terán, Antonio Escobar, Noemí Arana y Magdalena de la Fuente (Gaviota), sobrina de NIXA, ya famosa por aquel entonces, quien se robó la velada, recitando, y contando sus anécdotas. Los cuatro primeros estaban relacionados al instituto pedagógico David Sánchez Infante, donde como un reconocimiento al trabajo literario de Antonio se había creado el círculo literario que llevaba su nombre. A Víctor Terán lo había conocido un mes antes, en circunstancias reivindicativas; sucede que a él que había ganado el primer puesto en ajedrez y a mí, que había ganado el primer puesto en cuento, en San Pedro de Lloc, nos fallaron con la parte económica que se estipulaba en las bases del concurso; entonces alzamos nuestras voces de protesta en la radio, la tv, el periódico; lo que no recuerdo es si acaso salimos airosos. En estas circunstancias se lo presenté a Antonio, y desde entonces los tres hicimos bohemia por un buen tiempo.

 

En marzo del año 1997, conversando con Antonio Escobar tomamos la decisión de rendirle un homenaje en vida a don Alfonso Balarezo Carbajal, personaje guadalupano que hizo bastante por el deporte y el periodismo deportivo locales; por entonces era, también, un referente obligado de todo aquel que procuraba información histórica sobre Guadalupe. El evento lo realizamos en el local del Club Unión. Se supone que sería el primero de los reconocimientos en vida, y no en muerte, que organizaríamos; pero, lamentablemente, fue también el último; bueno, lo fue hasta el año 2007. Compartíamos unas cervezas en el bar "El Profe", en Guadalupe, cuando al fin le solté la noticia que rondaba en mi cabeza desde hacía buen tiempo:  Antonio, estoy pensado en organizarte un homenaje. Bromeó que todavía no iba a morirse y que todavía era joven.  Antonio tenía 61 años. Le expliqué que, si bien la iniciativa era mía, las razones para homenajearlo eran de conocimiento colectivo y, además, bien fundamentadas. Recuperado de la sorpresa, me dijo: “Bueno, loquito, que así sea. Gracias”. Y la reunión se alargó más de lo acostumbrado; emocionados, entre sorbos de cerveza y sinuosas columnas de humo, nos dedicamos a estructurar la actividad, a afinar todos los pormenores. El homenaje en vida, al cual asistieron más de 200 personas, entre público general, autoridades y escritores, se realizó en el local del Tigres Club, el 14 de abril de 2007 en el marco del aniversario de la fundación española de Guadalupe.

 

Si bien yo me sentía acompañado de Antonio Escobar, amical y literariamente hablando, me perseguía otra idea de añeja data: debe haber otras personas de mi edad, o quizá más jóvenes, escribiendo en Guadalupe; me gustaría reunirlos. Era improbable, pensaba, que en un pueblo de 40000 habitantes yo fuera el único que pergeñaba cuentos o poemas. La idea me empujó a buscar nombres, pero no encontré ninguno; o no había “otros como yo” o se los había devorado el anonimato. Cierto día de invierno le conté mi preocupación a Antonio; ni bien concluí, para sorpresa mía, me dijo que hace poco había llegado a buscarlo un joven guadalupano para mostrarle sus poemas y pedirle una crítica. Haciendo memoria, me dijo: Víctor Campos, apunta. ¡No podía creerlo! Emocionado, con la certeza de tener en los dedos la punta de la madeja, salí en su búsqueda. No tardé en ubicarlo; y ya con él y la ayuda de la retransmisora local de televisión, ubicamos a “otros como yo”, con quienes constituimos, un 23 de setiembre de 1997, el Grupo Literario Namul. Quizá debido al común denominador del grupo —escritores en ciernes, (cuasi) desconocidos—, recién a 16 años de su fundación, poco antes de su ocaso definitivo, Antonio Escobar fue invitado a integrarse; aunque, en realidad, siempre había sido un namuliano por su perenne contacto.  

 

El año 1998, digamos que perdí un poco la cercanía con Antonio; pues viajé a Puerto Rico. El celular y la Internet no eran aún de uso masivo; no obstante, nos mantuvimos en contacto. Yo continué mis estudios de postrado y mi trabajo literario por la Isla del Encanto, mientras Antonio continuó enamorándose más de la décima y trabajando en lo suyo. Eso sí, cuando yo volvía de “visita” a Perú, aprovechábamos para hacer alguna actividad, algún recital juntos, y así fue hasta el 2006 en que dejé definitivamente el extranjero. Entonces nuestras tertulias se reanudaron, pero en el bar “El Profe”, hasta el 2008 en que me fui a vivir a Lima por motivos de trabajo.

 

En nuestras tertulias habíamos rememorado con Antonio tanto a la revista Runakay y su impacto, que yo anhelaba haber sido parte de esa experiencia; pero, tuve que resignarme, había llegado demasiado tarde. Lo más cerca que estuve de recrear la experiencia sucedió el 2007, por lo menos así lo dicta la evidencia. Guardo el correo electrónico de mi amigo y poeta puertorriqueño, Juanmanuel Gonzáles Ríos, cuyo asunto dice: Colaboración para Runakay. Sucede que con Antonio habíamos acordado relanzar la mítica revista, publicar un nuevo número. Quizá planeábamos lanzarla en el marco de su homenaje en vida que se avecinaba, habría sido la ocasión perfecta. Pero, si bien todo quedó en intento, la idea continuó revoloteando largamente en nuestras cabezas; y lo sé porque guardo los correos electrónicos que el 2014 envié a Antonio bajo el mismo asunto: Colaboración para Runakay. Los archivos adjuntos contienen las colaboraciones literarias que yo había solicitado a Jorge Luis Roncal, Elmer López Guevara, Juan Félix Cortés, Darío Vásquez Saldaña, Luis Flores Prado, Teófilo Villacorta Cahuide, Grupo Literario Signos... Por su parte Antonio había conseguido las colaboraciones de Juan Paredes Carbonell, Saniel Lozano Alvarado, Gloria Mendoza Borda, Sabeli Ceballos Franco (México), Rafael Ferrer Franco (México), Víctor Gómez, Julia Wong, Marcela Guevara Luna (Ecuador). De esta experiencia inconclusa, quizá para siempre, guardo con cariño un correo electrónico de Antonio, en el que me adjuntó el primer machote digital de la nonata revista; ahí puedo leer, con emoción, mi nombre formando parte del comité editorial. Habría sido, para mí, un lujo.          

 

Antonio Escobar, quien ya era famoso, ya era el profe, ya era el poeta cuando llegué a Semán, poco a poco devino en un amable telón de fondo. El poeta de La miseria y el hambre fungió en mi vida, sin proponérselo, de compañero, de hombro, de motivador, de yunta etílica, de facilitador, de crítico, de cómplice y de amigo. Por todo esto sé que siempre lo evocaré en su hamaca, bajo la sombra del mango, a media tarde, dándole el abrazo infinito que nunca le he dado, conversando sobre la musa que nos hizo trenza, degustando despaciosamente una cervecita o un clarito; sí, porque podría decir sin lugar al equívoco que Antonio Escobar y Mendívez, el poeta del surco, es la persona con quien más he bebido en el mundo.

Monday, July 01, 2019

Julio Mau, la voz de la cumbia peruana



Ayer por la tarde, con mi pequeño hijo sentado en mis muslos, azuzado por la nostalgia, me puse a buscar a Julio Mau en la Internet.

Llorando se fue  la que un día me entregó su amor
llorando estará recordando el amor que un día no supo cuidar…

El año 1978, a los nueve años de edad mi familia dejó la ciudad, Guadalupe,  para irse a vivir al campo, Semán,  cooperativa agraria con apenas un par de callecitas, con una pampa polvorienta donde los semaneños jugaban fulbito y hacían sus necesidades por la noche bajo la complicidad de la luna,  y con sus tupidas e infinitas sabanas de arroz que flameaban con el viento y cambiaban de color con el trascurrir de los días.  Recuerdo que en la esquina de la Ranchería,  callecita principal formada por dos hileras de casas de adobes de barro y techos de calamina, en la punta de un poste de fierro oxidado de unos 5 metros de altura había un parlante del cual brotaba música a ciertas horas del día, desde el año 1975, según cuentan los mayores.

Tú lo que quieres es que me coma el tigre,
que me coma el tigre,  que me coma el tigre mi carne morena…

Semán era un pueblito constituido principalmente  por gente que había venido del norte (Jayanca, Mórrope, Pacora, Piura, Sechura, Ayabaca…) y de la sierra (San Marcos, Celendín, Cutervo, Cajamarca…) del Perú; los primeros gustaban mucho de la cumbia; mientras que los segundos gustaban mucho del wayno. Y fue así como, irónicamente, en la ciudad aprendí a querer al wayno, en especial al cajamarquino –pues mi papá y su grupo de música vernacular, Los Heraldos del Norte, ensayaban  dos o tres días a la semana en la casa de mi abuelo materno–; mientras que en el campo, entre el olorcito de arroz macollado, entre remolinos y polvaredas, entre peleas de zumbadores, aprendí a querer a la cumbia.

Allá  en la lejanía, tambor; se oye la cumbia mía, mía;
es la cumbia del amor, es la cumbia del amor…

El primer gran grupo cumbiambero del cual tengo memoria es Los Continentales, grupo peruano que hacía cumbia con acordeón. Recuerdo clarito que me maté de la risa el día que mi hermano mayor, Luis, entró a la casa cantando: Ay, el  niño salió a la calle y se encontró una medallita. Y, por supuesto,  no le creí que era una canción de verdad, por más que me re juraba por diosito, hasta que la escuche en la radio; al poco tiempo se convirtió en un tremendo éxito musical. En el corral de mis vecinos, contiguo al mío, armábamos nuestro conjunto cumbiambero: unas latas y ollas viejas hacían de timbales y baterías,  y unos palos de escoba o tuzas hacían de micrófonos. Le brindábamos a los ciruelos, al viento, al arrozal que se extendía al pie del desaguadero, y a un público aunque cautivo, imaginario, un concierto apasionado que emulaba a Los Continentales:

Me inspiré con amor para cantarle a Colombia y  a mi Perú;
después de mi Perú es Colombia querida mi segunda tierra…

No recuerdo el año, pero sí la canción: ¨Búscale la comba al palo, dale con el hacha hasta que caiga. Pim, pom, pam, Marucha, leña para el carbón…¨  Por el tono de la voz, y el estilo musical, supe que no la tocaban Los Continentales. Y efectivamente, averiguando supe que este éxito cumbiambero lo tocaba El Cuarteto Continental, cuyo vocalista era nada menos que el Julio Mau. Desde entonces El Cuarteto Continental, grupo cumbiambero peruano, se metería en el corazón de los semaneños, desplazando a Los Continentales, y en especial en el mío y en el de mi amigo Wilson.  Ambos nos volvimos hinchas acérrimos de la fabulosa voz de Julio Mau, voz perfecta para la cumbia, voz que desde entonces (per)seguimos en cada nueva canción que brotaba del alto parlante para esparcirse por la pampa, por los caminos, para filtrarse por las quinchas,  por las paredes, entre las hojas de los eucaliptos y los sauces, hasta acurrucarse en el lomo de las pozas y las acequias. Nuestra admiración, sustentada sólo en el yunque de nuestros oídos, se corona con la aparición del volumen Alegría y Amor; volumen clásico de la cumbia peruana que contenía los temas: Alegría y amor, La computadora, El africano, Pegaditos: La novia + El cartero + Ojos azules,  Huayayay,  Secretaria, Baracunatana, Pegaditos: Aguada rosada + Rió Mantaro + Casarme quiero, Río Manú, Tormentos, Con medio peso, Saco largo.

Ayer regresé  a buscarte vida mía, no te encontré que mala suerte la mía;
amor, amor, si me escuchas ven a mí, mi corazón abrió las puertas para ti…

Una noche de luna mientras  fresqueaba sentado en el tronco de la puerta de mi casa se me acercó Wilson; extendió su mano  y me dijo: toca. Era un huiro. Al ver mi cara de sorpresa, sacó una peinilla y se dedicó a enseñarme a tocar. Al rato ya me salía más o menos. Fue entonces que sacó su flauta dulce y se puso a tocar Alegría y amor, no sin antes invitarme a que lo acompañara: shiquishik, shiquishik, shiquishik  Así es como nace nuestro grupito al que luego llamaríamos  Cuarteto Cumbiambero. Sin darnos cuenta, aquella ocasión cantamos hasta la madrugada todas las canciones de Julio Mau que conocíamos, ignorando el frío, oyendo a lo lejos el alarido de algún perro chusco. Aquella madrugada recuerdo que sufrí demasiado tratando de cantar y tocar el huiro al mismo tiempo, al mismísimo estilo Julio  Mau.

Señora chichera, véndame chichita;
si no tiene chicha cualquier cosita, una cervecita

Las siguientes noches se sumaron al grupo otros amigos: Koki, Jachi… En realidad, Wilson tocaba un poco su flauta; yo, cantaba un poco y un poco tocaba el huiro; Koki y Jachi sólo tenían sus ganas y su amor por la canciones del chino Mau. Cuando el papá de Wilson no estaba en su casa, la tomábamos por asalto y la convertíamos en nuestro rinconcito de ensayo. Poníamos en el tocadiscos las canciones  del Cuarteto Continental a todo volumen y nos dedicábamos a cantar y bailar al mismo tiempo. Al poco tiempo, nos dimos cuenta que mucha gente se asomaba a curiosear por la amplia ventana que daba a la calle; y desde ahí, apiñados y de pie disfrutaban nuestros apasionados ensayos. Esto nos motivó a realizar mejoras. Recuerdo que unos costalillos de harina, unos cartones,  un poco de engrudo, un poco de hilo, una vieja y malograda  grabadora que tenía teclas de piano, fueron suficientes para que Wilson construyera un bonito acordeón de juguete, en tamaño natural. Por mi lado, le rogué a mi tía la chepenana que me prestara su guitarra; cosa que no fue fácil conseguir  ya que la guitarra era un recuerdo de su finado esposo; cuando me la trajo, mientras me repetía lo mucho que debía cuidarla,  descubrí con asombro que la pobre guitarra estaba apolillada y  desportillada por completo, le quedaba apenas una clavija de madera, de la cual se sujetaba la única cuerda que tenía; tragué saliva, y pensé: peor es nada, sin imaginar que así la llamaríamos en adelante. Con unos cueros de borrego construimos un par de tamborcitos, los cuales colocamos sobre un trípode con patas de caña, que harían de timbales. Estos elementos caseros le dieron a nuestros ensayos un toque de realismo que atrajo a más gente a nuestra ventana: Wilson fingía que tocaba el acordeón; Koki, la guitarra; Jachi, los timbales; y yo, el huiro y la voz. Los ensayos se convirtieron, de esta manera en un verdadero homenaje a Julio Mau, y en un motivo de esparcimiento para la gente semaneña.

Negrita, negra del alma, por qué no quieres que llueva;
si así estaba la mañana cuando yo empecé a quererte…

Fue en época de carnavales, cuando armados de valor, cierta tarde, decidimos salir a cantar a las yunzas. No recuerdo bien por qué lo hicimos, o para qué; pero sé que fue una grata experiencia: los mayores nos aplaudían, nos daban una propina, y hasta nos decían salud, a pesar de que aún no bebíamos. A don Solares le gustó tanto que nos llevó hasta su casa; cruzamos la pampa, pasamos por la Casa Hacienda. Le dijo a todo el mundo que estaba por ahí que nos escucharan, que tocábamos igualito al Cuarteto Continental: los cuatro nos miramos y nos sonreímos por la exageración. Cuando terminamos nos aplaudieron, nos dieron propina, y nos ofrecieron algo que comer. Don Solares con una botella de cerveza en alto decía: ¡Esos son mis cholos, carajo! ¡Salud!  Después de cantar una canción de despedida dimos las gracias y nos retiramos, aunque don Solares se oponía. ¡Póngame Julio Mau!, fue lo último que le escuchamos ordenar mientras nos alejábamos; entonces como naciendo de la yunza se dejó oír: ¨Ayer, te vi, había otro que te chequeaba; montaste su moto, te invitó chicle, también galleta…¨  Sin mirar para atrás, y sin perder el tiempo nos pusimos a contar el dinero que habíamos recolectado. Era la primera vez en nuestras vidas que nos habían pagado por cantar, y no por acabar la tarea de plante, deshierbo, ciega o carga de arroz. Una brisa nos despeinó, mientras los zancudos iban posando sus estiradas patas y metiendo sus agujas en nuestros cuerpos. Sentimos que habíamos conquistado el mundo, sin imaginar que nuestro Semán era apenas un pedacito de tierra.  Para no perder la costumbre recogimos piedras y champas y nos pusimos a probar puntería contra el gato electrocutado que desde siempre yacía en el techo de la casita que había frente a la Casa Hacienda, mirándonos: mi puntería era tan mala que siempre me pareció que el gato sonreía. Proseguíamos, cuando de pronto Koki saltó en una pata: habíamos recolectado algo así como 50 soles  actuales. Los cuatro saltamos en una pata, abrazados; mientras los viejos cocos mecían sus ramas en la altura. Ya pasada la algarabía, en vez de repartirnos el botín, decidimos que compraríamos un micrófono. Al día siguiente, que era domingo, Wilson y yo fuimos a Chepén a hacer la compra, a la vez que aprovecharíamos para grabar en comercial Chero, como ya era costumbre, una cinta con los mejores éxitos de Julio Mau y su Cuarteto. Es así como se sumaría al Cuarteto Cumbiambero la más grande adquisición de todos los tiempos; pues comprar un acordeón, instrumento del que Wilson y yo estábamos locamente enamorados, sería por siempre un sueño: Wilson, cada cierto tiempo salía con la cantaleta de que su papá le había jurado que ponto le compraría un acordeón, igualito al del Cuarteto; yo, por mi parte, me consolaba en secreto dibujando pequeños acordeones en mis cuadernos del colegio.        

En los años de la cooperativa a los hijos de los socios nos llevaban una vez al año de paseo a la Casa Comunal de Chepén. Sería en el paseo del 1985 cuando cierta tarde sucedió algo que jamás olvidaríamos: entre las diversas actividades del paseo se había programado una actuación, en la que participarían voluntariamente quien lo deseara. A sugerencia e insistencia de todos los semaneños, a pesar de que nos hicimos de rogar por supuesto, el Cuarteto Cumbiambero no pudo evitar ser anotado para cantar. A esas horas corrimos a ensayar al cuarto, a solas. Al poco rato salimos y nos pusimos a repasar, casi en silencio, a la orilla de la piscina que había en medio del patio. Fue entonces que oímos al moderador anunciarnos con bombos y platillos: en breves minutos, para todos ustedes, el Cuarteto  Cumbiambero... Cogimos nuestras chivas y nos fuimos a instalar en el estrado improvisado en la parte delantera de una gran aula. Sin darme cuenta, parado adelante, recorrí lentamente con la mirada la cara de cada uno de los asistentes: unos jugaban, otros observaban en silencio, algunos pifiaban solapadamente para apurarnos. Una vez listos, con el aula en silencio, Wilson contó: un, dos, tres. Y yo arranqué: Shiquishik, Shiquishik, Shiquishik…  Era Llorando se fue, aquella mítica y hermosa cumbia que comenzaba con un solo de huiro y que llegó a difundirse por todo el Perú. ¨Y llegó, el Cuarteto Continental¨  Wilson empezó con su flauta, mientras lucía en su pecho el acordeón de juguete;  Jachi empezó a darle con el alma a los timbales; Koki, hacía con sus dedos amagues de guitarrista virtuoso en la única cuerda de la peor es nada. Como a media canción oímos que Jachi nos silbaba. Cuando volteamos nos dimos con la sorpresa de que los timbales se estaban yendo al piso: con tanto golpe los pabilos que unían las patas del trípode estaban cediendo. La gente empezó a sonreírse; para luego matarse de la risa. Yo sudaba de vergüenza, sin dejar de cantar y tocar el huiro. Todos seguimos tocando hasta el final sin dejar de pedirle a la virgen de Guadalupe que mantuviera de pie a  los timbales benditos. Después de una eternidad dije lo que jamás creí que diría: ¨Y nos vamos, para el norte, centro y sur del Perú¨  Me parece verlo a Jachi tocando de cuclillas, con entereza y dignidad, los timbales que segundos antes de acabar la canción habían llegado al piso. Nos despedimos, entre las risas, los silbos y los aplausos del público.           

Primera palabra ¡ay, vidita! te quiero mucho,
segunda palabra ¡ay, vidita! el matrimonio,
tercera palabra ¡ay, vidita! ya no te quiero,
la cuarta palabra ¡ay vidita! quiero el divorcio…

Por aquellos años la presencia del Cuarteto Continental en los bailes de la feria de Guadalupe se había vuelto obligatoria. Cuando oímos por la radio que vendría, nos alegramos como niños y empezamos a ahorrar nuestras propinas para  poder entrar al baile. Veríamos en persona, por primera vez, a Julio Mau; a mi tío Aguchín, como le decíamos al que tocaba el bajo; y a Pablo Bruno hijo, como le decíamos al que hacía los coros. Cada que oíamos la propaganda en la radio, cada que veíamos los afiches pegados en las calles de Guadalupe con el nombre Cuarteto Continental en letras enormes y fosforescentes, se iluminaban nuestros ojos, latían alocadamente nuestros corazones, y nos deshacíamos en planes. Llegado el día, cuando el sol ya se hundía en el horizonte,  Wilson y yo nos fuimos a bañar al pocito, silbando canciones de Julio Mau. Luego, nos pusimos tizas  y nos fuimos a la esquina de la Ranchería a esperar al camión rojo,  que llevaría gratis a todos los semaneños a la feria. Ahí, peleando contra ciento de zancudos hambrientos, apiñados en grupo algunas personas mayores parloteaban: alcancé oír a Benjo decirle a un familiar del norte que acababa de llegar con la contrata: El Cuarteto Continental es lo máximo, comparito; así que a bailar y a tomar unas cervecitas. Quise adivinar quién silbaba Alegría  y amor, cuando asomó el camión rojo por la carretera, alumbrando con sus enormes focos y tocando insistentemente la bocina. Uno por uno los semaneños fueron  asomándose por las puertas de sus casas, y en un santiamén Semán entero se congregó en la esquina. Wilson y yo nos subimos por la baranda del camión y nos acomodamos en la caseta, mientras la mayoría se empujaba para subir por la escalera. Y ahí, con el viento golpeándonos el rostro, comiendo uno que otro zancudo, oyendo el sordo rumor del motor, viajamos rumbo a la cita más esperada de nuestras cortas vidas. ¿Cómo sería Julio Mau en persona? ¿Cómo sería oírlo cantar en vivo? ¿Le hablaríamos? ¿Le daríamos la mano?

Se viene la noche en la lejanía, se oye el lamento de un labrador;
en una casita muy pequeñita vive mi adorada, mi adorada cholita

El baile era en el pasaje Santa Rosa, que daba a la plaza de armas de Guadalupe, donde se ubicaban los toldos, los quioscos, los carruseles, etc.; en suma, donde se instalaba la feria patronal más grande del norte peruano. Ni bien entregamos los tiques al portero, nos abrimos camino entre la gente, y haciendo modos avanzamos hasta el pie del escenario. Y desde ahí pudimos ver y oír con asombro a nuestro cantante favorito: Julio Mau era joven, tendría unos 30 años; su voz en vivo era tan hermosa como en los discos y la radio, cantaba sin hacer esfuerzo alguno; pude notar, de tanto mirarlo, que tenía el tic de mover ligeramente los labios como si estuviera probando algo, tic que luego yo imitaría cuando cantaba. De rato en rato Wilson y yo nos mirábamos maravillados, con un gesto de aprobación y una sonrisa que iba de oreja a oreja. Recuerdo que en más de una ocasión los ojos chinitos de nuestro ídolo se posaron sobre los nuestros; qué pensaría el genial Julio Mau de este par de mocosos que en vez de bailar como todo el mundo lo hacía, se limitaba a observarlo y pedirle de vez en cuando, a voz en cuello: ¡Alegría y amor! ¡Llorando se fue! ¡El delincuente!... Y no sé si por coincidencia o porque nos oyera, tras regalarnos una leve sonrisa, arrancó con su huiro: shiquishik, shiquishik, shiquishik…Llorando se fue, gritamos como locos. Yo canté toda la canción a dúo con Julio Mau, desde abajo, sin que él me lo pidiera, tocando un huiro imaginario; mientras Wilson fingía que tocaba un acordeón o el bajo electrónico. Ese fue el contacto más cercano con nuestro ídolo, el mejor cantante de cumbia de todos los tiempos, aquel que decía: un saludo para las lindas guadalupeñas, en vez de decir guadalupanas; pues no tuvimos el valor de acercarnos y hablarle, estrecharle la mano, y decirle lo mucho que lo admirábamos; después de todo, la timidez  semaneña nos había traicionado. La segunda y última vez que lo veríamos sería en la feria de Guadalupe del año siguiente, en Talla. Era tanto el cariño y admiración por Julio Mau que  pagábamos entrada no para bailar, no  para beber, no para buscar chicas, no para hacer patas, sino simple y llanamente para verlo y oírlo cantar.           

El apagón tiene la culpa de que se fuera mi amor
Tal vez ella no me amaba y tomó esa decisión

Cuando iba a pastear los borregos, por las tardes, luego del colegio, cargaba siempre una radio pequeña color hueso. Al dial, no lo dejaba quieto hasta toparme con alguna emisora que estuviera pasando alguna canción de Julio Mau. Tirado sobre la cima de la era, oyendo la voz microfónica del chino; vigilaba la manada que religiosamente arrancaba el pasto de las pozas; contaba las casitas y las chozas desperdigadas por el campo, mentalmente; miraba al  Cerro Azul y al Cerro Namul descansar plácidamente en el horizonte, desde siempre. El viento traía el olor de la paja seca, nos peinaba, esparcía la voz de la cumbia por el cielo.

¡Qué pena que me da, me da, me da la lejanía!, ¡ay me da!;
¡qué pena que me da, me da,  estar tan lejos de la tierra mía!…

Todo era felicidad, hasta que un 29 de junio de 1986 escuché en la radio: El Cuarteto Continental, viniendo de un concierto ha sufrido un accidente en la panamericana norte, en el pueblo de Guadalupe… Un miedo primitivo se hundió en mi pecho, apagué la radio. Arreé mi manada entre las pozas y a paso apurado llegué a mi casa, por la parte trasera. Mi mamá en el corral desgranaba sola unos choclos, me miró pero no me dijo nada; encerré los borregos y me metí a mi cuarto. Tomé valor y prendí la radio. Y fue que anunciaron: El vocalista del Cuarteto Continental, Julio Mau, ha muerto. Sólo recuerdo que salí corriendo ante la mirada sorprendida de mi madre a buscar a Wilson hasta su casa: Julio Mau ha muerto, Julio Mau ha muerto…  prendimos la radio, para que me creyera. En ese instante abrigué la esperanza de que el periodista dijera que todo había sido un error o una broma. Pero nada, ahí otra vez la noticia. Recuerdo que nos quedamos mudos, con los rostros desencajados, mirando fijamente la radio. Nos hicimos los machos, pero luego lloramos, sentaditos en el mueble grande,  escuchando la voz chillona del periodista que ofrecía los detalles. No sé cuánto lloramos; como tampoco recuerdo con claridad los detalles de aquel trágico momento; seguramente porque mi corazón, por salud y bondad, los ha bloqueado. Y si ya era duro saber que la voz de la cumbia peruana había muerto, más duro era saber que el gran Julio Mau había muerto en Guadalupe, mi tierra. Doble ¡maldita sea! porque te fuiste Julito. En diciembre del mismo año muere mi abuela materna, en Guadalupe, a quien siempre le dije mamá, y a cuyo velorio y entierro no asistí porque mi corazón no podía contra la muerte. Ese mismo año, Semán se  parcela; deja de ser cooperativa agraria para convertirse en asentamiento humano. A los pocos meses el parlante de la Ranchería deja de lanzar  sus canciones al aire para siempre. Ese mismo año, no fui a la fiesta de promoción de mi colegio, dejé de creer en dios.        
 
Mi pequeño hijo, que seguía sentadito en mis muslos oyendo A tiempo en la computadora, en su media lengua me pregunta: ¿po qué lloyas papito? Por Julio Mau, hijito.  ¿Po Cuyo Mao? Sí, hijito. Y aunque sabía que mi Robert Manuel no me entendía muy bien, le dije que Julio Mau había sido el mejor cantante de cumbia de todos los tiempos. Hum, me dijo; lo abracé fuerte, y nos pusimos a escuchar el último gran éxito que Julio Mau nos regalara poco antes de  irse al cielo, a la corta edad de 32 años.

A tiempo para que vuelvas, a tiempo pa´ que regreses;
a tiempo para que vuelvas y digas todo lo que paso,
a tiempo pa´ que regreses que aun te quiere mi corazón…

Julio Mau, no  la mejor voz de la cumbia peruana, sino la voz de la cumbia peruana, nació en el Rímac, un 01 de abril de 1954, y murió en la cúspide de su popularidad un 29 de junio de 1986, en Guadalupe.  Hoy, a casi 26 años de su partida, sigo pensando lo mismo sobre su legado musical, aunque con más y mejores argumentos. Será por eso que no acabo de entender por qué los auto proclamados historiadores de la cumbia, o no lo mencionan o a duras penas lo hacen: no me es posible imaginar el estado actual de la cumbia peruana, y su enraizamiento en el corazón de los peruanos,  si no hubiera existido Julio Mau; él y su cuarteto, a su corta edad,  habían experimentado en la cumbia casi todo lo que actualmente existe, aunque algunos se desgañiten diciendo que fueron los pioneros y de paso le nieguen los merecidos créditos. Sé que hay miles de peruanos, en el norte, centro y sur, que crecieron teniendo como telón de fondo musical la inigualable voz de Julio Mau. Y son estos miles los llamados a difundir el legado musical de este gran intérprete de la cumbia peruana y darle el sitio que le corresponde y se merece dentro del proceso y desarrollo de la cumbia peruana. Nadie como el chino Mau para hacer cumbias pegaditas (que hoy llaman potpurrí, mix, como por despecho), nadie como Julio Mau para el guapeo, nadie como Julio Mau para hacer de un wayno o de una saya  una gran cumbia, nadie como Julio Mau para impregnarle a la cumbia un sabor peruanísimo. Y su voz, su voz enorme, de textura y color impresionantes, suave como el murmullo de la lluvia, sabrosa como el murmullo de mis verdes arrozales.

Trujillo, marzo de 2012

Thursday, February 07, 2019

Juan Paredes Carbonell según mi frágil memoria


Juan Paredes Carbonell según mi frágil memoria


Yo había visto a Juan Paredes Carbonell en Guadalupe en el primer lustro de los 90; así como a Juan Félix Cortés, Santiago Aguilar, Rogelio Gallardo, etc. Yo los miraba con respeto desde mi silla de común espectador. Los poetas “trujillanos”, consagrados y famosos, llegaban a ofrecer recitales, invitados por Antonio Escobar, quién por entonces, en solitario, realizaba toda la movida literaria del lugar.

Cuando publiqué Cantata al trío heroico (octubre, 1996), le comenté a Antonio Escobar que me gustaría darle mi plaqueta a algún crítico de peso para que me diera una opinión literaria y honesta. Entonces me dijo: busca a Pancho en la UNT, él no se casa con nadie. Al ver mi cara de asustado, agregó: le dices que vas de mi parte.

A los pocos meses volví a la UNT a realizar algunos papeleos para mi titulación. Aprovechando la ocasión me animé a visitar a Juan Paredes Carbonell. Plaqueta en mano me fui a buscarlo. Pero cuando me encontré de pie frente a su oficina en la facultad de educación, el miedo se apoderó de mí. No me animaba a tocar la puerta. ¿Y si me dice que mi poesía no vale nada? Yo quería un comentario sincero; pero a la vez quería oír de sus labios que mis poemas valían la pena. Tomé aire y toqué la puerta, que estaba entreabierta, y asomé tímidamente la cabeza. Juan Paredes me miró, alzando sus ojos por encima de sus lentes de montura gruesa: adelante, dijo. Supongo que tragué saliva, y luego le expliqué el motivo de mi visita. Lo que sí recuerdo con claridad es verlo literalmente ojear mi poemario: mientras pasaba las hojas, yo no sabía dónde diablos esconderme, ni con qué cara, de las mil que ensayaba frente a él, lo miraría cuando terminara. Levantó los ojos y, otra vez por sobre sus lentes, me dijo atropelladamente, meneando afirmativamente la cabeza, algo como: muy bien, hace mucho tiempo que no leía poesía que me tocara, con carga emotiva…; recuerdo que me comparó, sino mal recuerdo, con Luis Valle Goicochea y con otros poetas de la misma estirpe. Yo no podía creer lo que escuchaba; pero tuve que hacerlo ya que la visita concluyó con su invitación para leer poesía en un recital que por aquellos días esa ofrecía conmemorando, no recuerdo bien si el natalicio o la muerte de Vallejo. Recuerdo con tristeza, que quise invitarle a tomar un café, pero no encontré un sol en mis bolsillos. Lo acompañé hasta la playa de estacionamiento, subió a su volkswagen y se fue.

Después de este encuentro, volví a verlo el 2006, luego de volver de Puerto Rico. Y lo frecuenté hasta el 2008, cuando me fui a trabajar a Lima. Por aquella época él enseñaba en la UNT, sede de Guadalupe. Nos reuníamos a tomar un jugo, un café, o simplemente a conversar sentados en alguna banca de la plaza mayor. Lo bonito fue que por entonces yo había perdido el miedo de enseñarle mis escritos. Después de esto no supe de él hasta el 2011, cuando publiqué Nostalgia de Barro, mi primer libro a lo grande (antes solo había publicado plaquetas). Se me había metido a la cabeza y al corazón de que Juan Paredes Carbonell tenía que ser quien lo presentara. Y no paré hasta conseguirlo. Fui a buscarlos a su casa en Trujillo. Tras invitarme a pasar y ponernos al tanto, le expliqué el motivo de mi visita; recuerdo que me dijo: Por supuesto, Jara, para eso están los amigos. ¿Y tu libro?  Saqué de mi morral mi flamante criatura y se lo alcancé. Hum, bonita edición. Lo ojeó, delante de mí, a vuelo de pájaro: muy bien, Jara, hay carga emotiva. Allí estaremos entonces. Luego nos entretuvimos afinando los pormenores.

La presentación tuvo lugar en el Club Unión de Guadalupe (14 de octubre de 2011). Juan Paredes Carbonell llegó puntual, acompañado de su señora esposa. Cuando quise reconocerle los pasajes, me dijo, que no, que eso no se hacía entre amigos. Fiel a su estilo, aquella noche, no improvisó su alocución. Leyó, pausadamente, el texto que había preparado a mano en cuatro o cinco cuartillas. Al verlo leyendo, me dije, emocionado: estas cuartillas se tienen que quedar conmigo, para publicarlas. Pero no fue así, y es algo de lo que hasta hoy me arrepiento, y quizá, por como vienen sucediendo las cosas, me arrepienta toda la vida. Una vez concluida la presentación, ya reunidos compartiendo un refrigerio, le pregunté: ¿Juan, me podrías facilitar tu texto? Por supuesto, me dijo, y se dispuso a entregármelo. Y cuando yo me disponía a estirar las manos para recibirlo, cambió de opinón y me dijo: Jara, mejor lo paso a máquina y te lo alcanzo corregido.   Craso error: hasta el sol de hoy, no tengo ni el texto escrito  a mano (borrador), ni el texto escrito a máquina (limpio); me quedé sin soga y sin cabra. Como si acaso intuyera el futuro, me apuré a ofrecerme para yo pasarlo a máquina. Jara, no te preocupes, yo lo paso a máquina y…  Y guardó las cuartillas en su maletín. ¡Cómo me arrepiento no haberle arranchado las cuartillas de sus manos! Pensar que el no hacerlo me ha privado del comentario de uno de los críticos literarios más importantes de Trujillo. Desde entonces, cada vez que esporádicamente nos cruzamos, como si de un consabido libreto se tratara, yo le pregunto, cada vez con menos esperanza: ¿Juan, y el comentario?; y él me responde, cada vez más convencido: Jara, no lo encuentro.

Sunday, January 27, 2019

Memoria de un homenaje en vida al poeta Antonio Escobar


Memoria de un homenaje en vida al poeta Antonio Escobar

Hay quienes dicen que a las personas se les debe rendir homenaje en vida; hay quienes lo dicen y hacen.

El año 1997, en Guadalupe, con Antonio Escobar, le rendimos un homenaje en vida a don Alfonso Balarezo Carbajal, personaje guadalupano que hizo mucho por el deporte local y por el periodismo deportivo; referente obligado de quienes procuraban información histórica sobre Guadalupe. El evento lo realizamos en el local del Club Unión.

Diez años después, el homenajeado sería Antonio Escobar a iniciativa mía. Recuerdo, con nitidez, que le comuniqué mi intención cuando compartíamos unas cervezas en "El Profe". Le expliqué que si bien la iniciativa era mía, las razones para homenajearlo eran colectivas y, además, fundadas. Recuperado de la sorpresa, me dijo: "Bueno, pues loquito, que así sea. Gracias.” Aquella reunión se alargó más de lo debido, emocionados, coordinando, afinando los pormenores. El evento se realizó en el local del Tigres Club, el 15 de abril de 2007. Al homenaje asistieron no menos de 200 personas, entre público general, autoridades y escritores del Perú (haremos memoria y los mencionaremos). 

A casi 12 años del homenaje (curiosamente, iniciativa de un semaneño para otro semaneño), comparto las razones (que hoy serían mayores) esgrimidas en su momento:

Homenaje al Poeta Antonio Escobar Mendívez

                                                                                   La envidia es la firma del mediocre
Robert Jara

Filosofía.

Por qué esperar a que alguien se muera para recién reconocer públicamente su aporte al desarrollo cultural de un pueblo.

Fundamento.

Antonio Escobar Mendívez, oriundo de Jequetepeque, el año 1969 se afinca en la entonces cooperativa agraria Semán, del distrito de Guadalupe. Desde allí se proyecta al Perú y, por qué no, al mundo. Se encarga de dejar su huella tanto de creador literario como de promotor cultural, y, como consecuencia casi lógica de esto, de referente literario. La primera huella la forja y consolida con la publicación de casi veinte poemarios, en un lapso de casi 40 años, muchos de los cuales captaron la atención seria de la crítica tanto nacional como extranjera. La segunda huella la forja con la puesta en circulación de la ya mítica revista de literatura Runakay (Humanidad), la cual pronto se convierte en un medio de difusión popular, que aplaca en parte el tremendo vació editorial que el Perú padecía. Runakay se difunde por todo el Perú (y el extranjero), en un intento por descentralizar la literatura, llegando a convertirse durante su apogeo en una revista que era esperada en los pasillos de las universidades, en donde generaba en torno a su presencia y su contenido arduos debates literarios. Es imposible no destacar, a estas alturas, el hecho de que sin Runakay, quizá muchos escritores jamás habrían publicado y por ende jamás habrían ingresado a formar parte del panorama literario regional y/o nacional. Runakay, sin duda funge de rampa, de tabla salvavidas, de plataforma de lanzamiento literario, ya sea auspicioso y prometedor para unos, ya sea de bienvenida y despedida para otros; tal es así que algunos de los escritores que se iniciaron publicando en las páginas de Runakay, hoy, son escritores de gran resonancia nacional e internacional. Esta segunda huella se complementa con la realización del I Encuentro Nacional de Escritores (1986) y el I Encuentro Nacional de Decimistas (1995),  los cuales colocaron a Guadalupe en el ojo de la noticia y en la cresta de la ola literaria del Perú; otro de los complementos necesarios mencionar lo representa el centenar de recitales y/o presentaciones de libros, que de manera constante realiza durante 30 años, y que tuvieron como invitados a muchísimos escritores del Perú. La tercera huella la forja fungiendo, sin proponérselo, de referente literario inmediato, casi obligado, de decenas de jóvenes escritores de la zona que urgían de la critica de un escritor con vasta experiencia en el arte de escribir, rol que Antonio Escobar Mendívez asume, también, con toda la seriedad que la coyuntura cultural siempre le ha exigido.

¿Se necesita más, acaso, para que el poeta Antonio Escobar reciba un merecido homenaje? No. Antonio Escobar merece, así lo sustenta su quehacer cultural indesmayable, un homenaje en la plenitud de sus capacidades. Antonio Escobar, se ha convertido, no me asusta reconocerlo, en un patrimonio cultural vivo de Guadalupe, por lo que este homenaje, ciertamente promovido por Robert Jara, debe convertirse en el homenaje que le brinda todo un pueblo. 

Apéndice

A. Obra editada.

01. La miseria y el hambre,  02. Memoria de los días,  03. Rumor de hambre,  04. Kurur,
05. Trilogía luminosa,  06. Madre,  07. Tres voces de Runakay,  08. El grillito serafín,
09. Corazón de fuego, 10. Ronda de amor, 11. Canto y camino, 12. Remanso de amor,
13. Ruega señora por nosotros, 14. Aurora en la historia, 15. Al compás de la espinela.

B. Obra Inédita

01. Cantata sencilla, 02. Oasis de bondad, pan de ternura,  03. Inauguración del amor,  
04. Universos de ternura, 05. Entre el canto del agua las huellas del recuerdo,  
06. Cantar de cima,  08. El valor de los valores

C. Ediciones Runakay

20 REVISTAS, publicadas en diferentes etapas.           
63 SEPARATAS, publicadas en diferentes etapas.

D. Escritores que visitaron Guadalupe.

            I encuentro nacional de escritores (6, 7 y 8 de junio de 1986) / Recitales (1977_2007)

                        Juan Paredes Carbonell, José Pinedo Pajuelo, Jesús Cabel, Justo Peláez Ríos, Hugo Díaz Plasencia, Víctor Díaz Monge, Juan Félix Cortés Espinosa, Natasha Escobar Arana, Roger Falla Failoc, Manuel Pantigoso Pecero, Bethoven Medina Sánchez, Iván  Contreras Sosa, Antonio Montenegro, Miguel Carrillo Natteri, Guillermo Vergara García, Jorge Ortiz Dueñas, Max Dextre, Noemí Arana Cortés, Rigoberto Meza Chunga, Enrique Solano, Gerardo de Gracia Velásquez, Santiago Aguilar, Carlos Sánchez Vega, Hugo Rojas Monzón,  Carlos Ramírez Soto, Dalila Huidobro, Saniel Lozano Alvarado, Francisco Pinedo Quiñónez, Leoncio Cieza, Andrés Mendizábal, Erasmo Alayo Paredes, Edilberto Angulo Florián, Andrés Díaz Núñez,  Ángel Grañida Ruiz, Diomedes Morales Salazar, Dina Sánchez Baca, Teobaldo Sánchez Vásquez, Alíndor Terán Olascoaga, David Céspedes Huamán, Jorge Yika Rivera, Manuel Purizaga Aramburú, Roció del Carmen Rojas Muñoz, Carlos Zúñiga Segura, Marco Cueva Benavides, Nicolás Pérez Vásquez,            Carlos Horna Santacruz, Juan Carlos Valdivieso  Farfán, Juan José Ramos Cornejo, Gonzalo Pantigoso Loaiza, Leonidas Delgado León, Mercedes Vallejos Salcedo, Graciela Zarate, Alfredo José Delgado Bravo, Luis Eduardo Gonzáles Viaña, Rogelio Gallardo, David Novoa, Miguel Pajares, Duncan Sedano, Miguel Ángel Gavidia, Alejando Benavides Roldán, Robert Jara, Antonio Escobar Mendívez...

            I encuentro nacional de decimistas (2 y 3 de diciembre de 1995)

                        David Alarcón Hinostroza, Saúl Anchante Bailón, Roberto Arriola Badaracco, Ángel Barrionuevo Spencer, Teodoro Ballona Garay, Alejando Bisetti Pinedo, Hildebrando Briones Vela, Antonio Cavero Tirado, Renato Cisneros Sánchez, Randy Figueroa, Manuel Ganoza Ramírez, César Huapaya Amado, José Huerta Medianero, Martín Losada Vásquez, Walter Muñoz Vega, Oscar Navarro Lezama, Fernando Ojeda Mendoza, Raúl Ramírez Soto, Groffer Rengifo Arévalo, Milagritos Reyes Arana,  Pedro Rivarola Urdamira, Juan Sánchez Polo, Iván Santamaría Saavedra, Antonio Silva García, Isabel Sotelo Baselli, Germán Sunico Bazán, Javier Valera de la Cuadra, Walter Zapata Santacruz, Antonio Escobar Mendívez...

Guadalupe, abril de 2007

Wednesday, January 23, 2019

Rogelio Gallardo según mi frágil memoria

Rogelio Gallardo según mi frágil memoria


Vi a Rogelio Gallardo por primera vez el año 1994 ¿1995?, durante la oleada de escritores consagrados y famosos que llegó a Guadalupe gracias a la gestión del poeta Antonio Escobar.

Recuerdo que Rogelio Gallardo, el poeta de Cantos al hombre, daría un recital en el Tigres Club, una noche cuya fecha exacta no recuerdo. En la mesa de honor esperaban Antonio Escobar y Bethoven Medina, si la memoria no me traiciona. Pasada la hora pactada para el inicio, y con el público esperando sobre las sillas, don Alfonso Balarezo al ver que el poeta no llegaba, salió a la puerta, impaciente a esperarlo. Daba vueltas. Caminaba de un lado a otro ojeando su reloj de cuando en cuando. Yo estaba ahí, parado, esperando también. Cómo buscando consuelo, me dijo: Jarita, no llega el poeta. Asentí con la cabeza. Pero me animé a señalarle con el pico al señor que estaba desde hacía unos diez minutos, parado a un costado de la puerta. Por lo que había oído estaba casi seguro de que ese hombre de impronta humilde era el consagrado y esperado poeta, pero la timidez (o el complejo que siempre me había acompañado) me privó de abordarlo. Allí estaba él, abrazándose así mismo, mirando hacia el interior del local: era prieto, enjuto, crespo, bajito, vestía pantalón y guayabera desaliñados, pero blancos; calzaba llanques. Don Alfonso Balarezo se le acercó inmediatamente:

Buenas noches, ¿espera a alguien?
No.
¿Quién es usted?
—Yo soy Rogelio Gallardo.

Cuando terminó el recital, los privilegiados, entre ellos, yo, porque ya era amigo de Antonio Escobar, fuimos a la casa de don Alfonso Balarezo, que quedaba a una cuadra de la plaza mayor, a continuar con la sobremesa literaria. El anfitrión, recordando entre risas el impase de la puerta del Tigres Club, desencorchó unos vinos. Rogelio Gallardo leyó unos poemas haciendo gala de su voz estentórea y hasta se animó a cantar un tango, cuyo nombre no recuerdo y que don Alfonso Balarezo grabó íntegramente. Bethoven Medina, de cuando en cuando llamaba la atención del poeta mayor y le recitaba con emoción y admiración, un par de versos de Cantos al hombre; de rato en rato, también le halagaba: “Grande Rogelio”

Después del encuentro en Guadalupe, lo busqué en Trujillo. Averiguando, me dijeron que podría encontrarlo por la plaza mayor, que por ahí paraba siempre, deambulando. Antes de empezar mi búsqueda, escogí de mi archivo inédito, un manojo de poemas, que trascribí a mano, con mucha esperanza. Aluciné, seguramente, a Rogelio Gallardo diciéndome: ¡Robert, qué buena poesía! Pues sí, porque buscaría al poeta de culto, para pedirle que leyera mis poemas y me diera un honesto comentario. Me incomodaba el anonimato, mi trabajo dentro del closet, y moría porque algún poeta consagrado me diera su visto bueno, legitimara lo que en solitario venía pergeñando; sí, eso sucedía en mi fuero interno. También es claro que si no había publicado era porque no tenía las posibilidades económicas; de haberlas tenido, ¡Dios mío!, quizá hoy estaría arrepentido.    Con mi puñado de poemas cuidadosamente seleccionados enrumbé al centro de Trujillo. Hurgué por las bancas, los pasajes, el monumento; pero nada. Recordé lo que me habían contado discretamente quienes lo conocían de buen tiempo atrás: Rogelio Gallardo ha tocado fondo, bebe hasta ron de quemar. Con esto en mente recorrí los bares de la ciudad; pero nada. Ya casi rendido, volví a la plaza mayor. Y fue que lo divisé en la esquina de Pizarro y Orbegoso. Allí estaba él, sentado al filo de la única grada del local donde hoy funciona McDonald´s, con la misma ropa que lo conocí, o al menos eso me pareció, y con sus ojos grandes y melancólicos clavados en algún poema vespertino por venir.    Me acerqué y me senté junto a Rogelio Gallardo, sin pedir permiso y sin mediar palabra por unos minutos, hasta que me animé a hablarle. No se sorprendió, pero noté que me tomó atención cuando empecé hablarle sobre su breve estadía en Guadalupe: sonrió, desganadamente. Si algo detesté aquella tarde fue el no tener un sol en los bolsillos para invitarle a tomar un café, lo mismo que me sucedió con Juan Paredes Carbonell. ¡Carajo, cómo se podía estar tan misio! Tras un breve intercambio de palabras, más bien protocolares, le pregunté si acaso podía entregarle unos poemas de mi autoría para que me hiciera un breve y honesto comentario. ¿Escribes? Asentí con la cabeza y aproveché para entregarle las cuatro o cinco hojas grapadas que guardaba en mi morral. Mientras Rogelio Gallardo las ojeaba, por miedo a su reacción, me puse de pie y lo interrumpí:

Don Rogelio, otro día, con calma, regreso por su comentario.
Bien poeta, aquí me encuentras.

Pero el 27 de noviembre de 1995, Rogelio Gallardo, involuntariamente faltó a su palabra. Antes de que yo consiguiera el sol para tomarnos un café, a la vera de la tarde, mientras su estentórea voz pronunciaba el comentario no nato, el poeta de Canto al hombre, dobló la esquina infinita chasqueando el asfalto con sus llanques.