Ayer por la tarde,
con mi pequeño hijo sentado en mis muslos, azuzado por la nostalgia, me puse a buscar
a Julio Mau en la Internet.
Llorando
se fue la que un día me entregó su amor
llorando
estará recordando el amor que un día no supo cuidar…
El año 1978, a
los nueve años de edad mi familia dejó la ciudad, Guadalupe, para irse a vivir al campo, Semán, cooperativa agraria con apenas un par de
callecitas, con una pampa polvorienta donde los semaneños jugaban fulbito y
hacían sus necesidades por la noche bajo la complicidad de la luna, y con sus tupidas e infinitas sabanas de
arroz que flameaban con el viento y cambiaban de color con el trascurrir de los
días. Recuerdo que en la esquina de la Ranchería,
callecita principal formada por dos
hileras de casas de adobes de barro y techos de calamina, en la punta de un
poste de fierro oxidado de unos 5 metros de altura había un parlante del cual
brotaba música a ciertas horas del día, desde el año 1975, según cuentan los
mayores.
Tú
lo que quieres es que me coma el tigre,
que
me coma el tigre, que me coma el tigre
mi carne morena…
Semán era un
pueblito constituido principalmente por
gente que había venido del norte (Jayanca, Mórrope, Pacora, Piura, Sechura,
Ayabaca…) y de la sierra (San Marcos, Celendín, Cutervo, Cajamarca…) del Perú;
los primeros gustaban mucho de la cumbia; mientras que los segundos gustaban
mucho del wayno. Y fue así como, irónicamente, en la ciudad aprendí a querer al
wayno, en especial al cajamarquino –pues mi papá y su grupo de música vernacular,
Los Heraldos del Norte, ensayaban
dos o tres días a la semana en la casa de mi abuelo materno–; mientras
que en el campo, entre el olorcito de arroz macollado, entre remolinos y
polvaredas, entre peleas de zumbadores, aprendí a querer a la cumbia.
Allá en la lejanía, tambor; se oye la cumbia mía,
mía;
es
la cumbia del amor, es la cumbia del amor…
El primer gran
grupo cumbiambero del cual tengo memoria es Los Continentales, grupo
peruano que hacía cumbia con acordeón. Recuerdo clarito que me maté de la risa
el día que mi hermano mayor, Luis, entró a la casa cantando: Ay,
el niño salió a la calle y se encontró
una medallita. Y, por supuesto, no
le creí que era una canción de verdad, por más que me re juraba por diosito,
hasta que la escuche en la radio; al poco tiempo se convirtió en un tremendo
éxito musical. En el corral de mis vecinos, contiguo al mío, armábamos nuestro
conjunto cumbiambero: unas latas y ollas viejas hacían de timbales y
baterías, y unos palos de escoba o tuzas
hacían de micrófonos. Le brindábamos a los ciruelos, al viento, al arrozal que
se extendía al pie del desaguadero, y a un público aunque cautivo, imaginario,
un concierto apasionado que emulaba a Los Continentales:
Me
inspiré con amor para cantarle a Colombia y
a mi Perú;
después
de mi Perú es Colombia querida mi segunda tierra…
No recuerdo el
año, pero sí la canción: ¨Búscale la comba al palo, dale con el hacha hasta
que caiga. Pim, pom, pam, Marucha, leña para el carbón…¨ Por el tono de la voz, y el estilo musical,
supe que no la tocaban Los Continentales. Y efectivamente, averiguando
supe que este éxito cumbiambero lo tocaba El Cuarteto Continental, cuyo
vocalista era nada menos que el Julio Mau. Desde entonces El Cuarteto
Continental, grupo cumbiambero peruano, se metería en el corazón de los
semaneños, desplazando a Los Continentales, y en especial en el mío y en
el de mi amigo Wilson. Ambos nos
volvimos hinchas acérrimos de la fabulosa voz de Julio Mau, voz perfecta para
la cumbia, voz que desde entonces (per)seguimos en cada nueva canción que
brotaba del alto parlante para esparcirse por la pampa, por los caminos, para
filtrarse por las quinchas, por las
paredes, entre las hojas de los eucaliptos y los sauces, hasta acurrucarse en
el lomo de las pozas y las acequias. Nuestra admiración, sustentada sólo en el
yunque de nuestros oídos, se corona con la aparición del volumen Alegría y
Amor; volumen clásico de la cumbia peruana que contenía los temas: Alegría
y amor, La computadora, El africano, Pegaditos: La novia + El cartero + Ojos
azules, Huayayay, Secretaria, Baracunatana, Pegaditos: Aguada
rosada + Rió Mantaro + Casarme quiero, Río Manú, Tormentos, Con medio peso,
Saco largo.
Ayer regresé a
buscarte vida mía, no te encontré que mala suerte la mía;
amor, amor, si me escuchas ven a mí, mi corazón abrió
las puertas para ti…
Una noche de luna
mientras fresqueaba sentado en el tronco
de la puerta de mi casa se me acercó Wilson; extendió su mano y me dijo: toca. Era un huiro. Al ver mi cara
de sorpresa, sacó una peinilla y se dedicó a enseñarme a tocar. Al rato ya me
salía más o menos. Fue entonces que sacó su flauta dulce y se puso a tocar Alegría
y amor, no sin antes invitarme a que lo acompañara: shiquishik, shiquishik,
shiquishik… Así es como nace
nuestro grupito al que luego llamaríamos
Cuarteto Cumbiambero. Sin darnos cuenta, aquella ocasión cantamos
hasta la madrugada todas las canciones de Julio Mau que conocíamos, ignorando
el frío, oyendo a lo lejos el alarido de algún perro chusco. Aquella madrugada
recuerdo que sufrí demasiado tratando de cantar y tocar el huiro al mismo
tiempo, al mismísimo estilo Julio Mau.
Señora
chichera, véndame chichita;
si
no tiene chicha cualquier cosita, una cervecita
Las siguientes
noches se sumaron al grupo otros amigos: Koki, Jachi… En realidad, Wilson
tocaba un poco su flauta; yo, cantaba un poco y un poco tocaba el huiro; Koki y
Jachi sólo tenían sus ganas y su amor por la canciones del chino Mau. Cuando el
papá de Wilson no estaba en su casa, la tomábamos por asalto y la convertíamos
en nuestro rinconcito de ensayo. Poníamos en el tocadiscos las canciones del Cuarteto Continental a todo volumen y nos
dedicábamos a cantar y bailar al mismo tiempo. Al poco tiempo, nos dimos cuenta
que mucha gente se asomaba a curiosear por la amplia ventana que daba a la
calle; y desde ahí, apiñados y de pie disfrutaban nuestros apasionados ensayos.
Esto nos motivó a realizar mejoras. Recuerdo que unos costalillos de harina,
unos cartones, un poco de engrudo, un
poco de hilo, una vieja y malograda
grabadora que tenía teclas de piano, fueron suficientes para que Wilson
construyera un bonito acordeón de juguete, en tamaño natural. Por mi lado, le
rogué a mi tía la chepenana que me
prestara su guitarra; cosa que no fue fácil conseguir ya que la guitarra era un recuerdo de su
finado esposo; cuando me la trajo, mientras me repetía lo mucho que debía
cuidarla, descubrí con asombro que la
pobre guitarra estaba apolillada y
desportillada por completo, le quedaba apenas una clavija de madera, de
la cual se sujetaba la única cuerda que tenía; tragué saliva, y pensé: peor
es nada, sin imaginar que así la llamaríamos en adelante. Con unos cueros
de borrego construimos un par de tamborcitos, los cuales colocamos sobre un
trípode con patas de caña, que harían de timbales. Estos elementos caseros le
dieron a nuestros ensayos un toque de realismo que atrajo a más gente a nuestra
ventana: Wilson fingía que tocaba el acordeón; Koki, la guitarra; Jachi, los
timbales; y yo, el huiro y la voz. Los ensayos se convirtieron, de esta manera
en un verdadero homenaje a Julio Mau, y en un motivo de esparcimiento para la
gente semaneña.
Negrita,
negra del alma, por qué no quieres que llueva;
si
así estaba la mañana cuando yo empecé a quererte…
Fue en época de
carnavales, cuando armados de valor, cierta tarde, decidimos salir a cantar a
las yunzas. No recuerdo bien por qué lo hicimos, o para qué; pero sé que fue
una grata experiencia: los mayores nos aplaudían, nos daban una propina, y
hasta nos decían salud, a pesar de que aún no bebíamos. A don Solares le gustó
tanto que nos llevó hasta su casa; cruzamos la pampa, pasamos por la Casa
Hacienda. Le dijo a todo el mundo que estaba por ahí que nos escucharan, que
tocábamos igualito al Cuarteto Continental: los cuatro nos miramos y nos
sonreímos por la exageración. Cuando terminamos nos aplaudieron, nos dieron
propina, y nos ofrecieron algo que comer. Don Solares con una botella de
cerveza en alto decía: ¡Esos son mis
cholos, carajo! ¡Salud! Después de cantar una canción de despedida
dimos las gracias y nos retiramos, aunque don Solares se oponía. ¡Póngame Julio Mau!, fue lo último que
le escuchamos ordenar mientras nos alejábamos; entonces como naciendo de la
yunza se dejó oír: ¨Ayer, te vi, había otro que te chequeaba; montaste su
moto, te invitó chicle, también galleta…¨
Sin mirar para atrás, y sin perder el tiempo nos pusimos a contar el
dinero que habíamos recolectado. Era la primera vez en nuestras vidas que nos
habían pagado por cantar, y no por acabar la tarea de plante, deshierbo, ciega
o carga de arroz. Una brisa nos despeinó, mientras los zancudos iban posando
sus estiradas patas y metiendo sus agujas en nuestros cuerpos. Sentimos que
habíamos conquistado el mundo, sin imaginar que nuestro Semán era apenas un
pedacito de tierra. Para no perder la
costumbre recogimos piedras y champas y nos pusimos a probar puntería contra el
gato electrocutado que desde siempre yacía en el techo de la casita que había
frente a la Casa Hacienda, mirándonos: mi puntería era tan mala que siempre me
pareció que el gato sonreía. Proseguíamos, cuando de pronto Koki saltó en una
pata: habíamos recolectado algo así como 50 soles actuales. Los cuatro saltamos en una pata,
abrazados; mientras los viejos cocos mecían sus ramas en la altura. Ya pasada
la algarabía, en vez de repartirnos el botín, decidimos que compraríamos un
micrófono. Al día siguiente, que era domingo, Wilson y yo fuimos a Chepén a
hacer la compra, a la vez que aprovecharíamos para grabar en comercial Chero,
como ya era costumbre, una cinta con los mejores éxitos de Julio Mau y su
Cuarteto. Es así como se sumaría al Cuarteto Cumbiambero la más grande
adquisición de todos los tiempos; pues comprar un acordeón, instrumento del que
Wilson y yo estábamos locamente enamorados, sería por siempre un sueño: Wilson,
cada cierto tiempo salía con la cantaleta de que su papá le había jurado que
ponto le compraría un acordeón, igualito al del Cuarteto; yo, por mi parte, me
consolaba en secreto dibujando pequeños acordeones en mis cuadernos del
colegio.
En los años de la
cooperativa a los hijos de los socios nos llevaban una vez al año de paseo a la
Casa Comunal de Chepén. Sería en el paseo del 1985 cuando cierta tarde sucedió
algo que jamás olvidaríamos: entre las diversas actividades del paseo se había
programado una actuación, en la que participarían voluntariamente quien lo
deseara. A sugerencia e insistencia de todos los semaneños, a pesar de que nos
hicimos de rogar por supuesto, el Cuarteto Cumbiambero no pudo evitar ser
anotado para cantar. A esas horas corrimos a ensayar al cuarto, a solas. Al
poco rato salimos y nos pusimos a repasar, casi en silencio, a la orilla de la
piscina que había en medio del patio. Fue entonces que oímos al moderador
anunciarnos con bombos y platillos: en
breves minutos, para todos ustedes, el Cuarteto
Cumbiambero... Cogimos nuestras chivas y nos fuimos a instalar en el
estrado improvisado en la parte delantera de una gran aula. Sin darme cuenta,
parado adelante, recorrí lentamente con la mirada la cara de cada uno de los
asistentes: unos jugaban, otros observaban en silencio, algunos pifiaban
solapadamente para apurarnos. Una vez listos, con el aula en silencio, Wilson
contó: un, dos, tres. Y yo arranqué: Shiquishik, Shiquishik, Shiquishik… Era Llorando se fue, aquella mítica y
hermosa cumbia que comenzaba con un solo de huiro y que llegó a difundirse por
todo el Perú. ¨Y llegó, el Cuarteto Continental¨ Wilson empezó con su flauta, mientras lucía
en su pecho el acordeón de juguete;
Jachi empezó a darle con el alma a los timbales; Koki, hacía con sus
dedos amagues de guitarrista virtuoso en la única cuerda de la peor es nada. Como a media canción
oímos que Jachi nos silbaba. Cuando volteamos nos dimos con la sorpresa de que
los timbales se estaban yendo al piso: con tanto golpe los pabilos que unían
las patas del trípode estaban cediendo. La gente empezó a sonreírse; para luego
matarse de la risa. Yo sudaba de vergüenza, sin dejar de cantar y tocar el
huiro. Todos seguimos tocando hasta el final sin dejar de pedirle a la virgen
de Guadalupe que mantuviera de pie a los
timbales benditos. Después de una eternidad dije lo que jamás creí que diría: ¨Y
nos vamos, para el norte, centro y sur del Perú¨ Me parece verlo a Jachi tocando de cuclillas,
con entereza y dignidad, los timbales que segundos antes de acabar la canción habían
llegado al piso. Nos despedimos, entre las risas, los silbos y los aplausos del
público.
Primera
palabra ¡ay, vidita! te quiero mucho,
segunda
palabra ¡ay, vidita! el matrimonio,
tercera
palabra ¡ay, vidita! ya no te quiero,
la
cuarta palabra ¡ay vidita! quiero el divorcio…
Por aquellos años
la presencia del Cuarteto Continental en los bailes de la feria de Guadalupe se
había vuelto obligatoria. Cuando oímos por la radio que vendría, nos alegramos
como niños y empezamos a ahorrar nuestras propinas para poder entrar al baile. Veríamos en persona,
por primera vez, a Julio Mau; a mi tío Aguchín, como le decíamos al que tocaba
el bajo; y a Pablo Bruno hijo, como le decíamos al que hacía los coros. Cada
que oíamos la propaganda en la radio, cada que veíamos los afiches pegados en
las calles de Guadalupe con el nombre Cuarteto Continental en letras
enormes y fosforescentes, se iluminaban nuestros ojos, latían alocadamente
nuestros corazones, y nos deshacíamos en planes. Llegado el día, cuando el sol
ya se hundía en el horizonte, Wilson y
yo nos fuimos a bañar al pocito, silbando canciones de Julio Mau. Luego, nos
pusimos tizas y nos fuimos a la esquina
de la Ranchería a esperar al camión rojo,
que llevaría gratis a todos los semaneños a la feria. Ahí, peleando
contra ciento de zancudos hambrientos, apiñados en grupo algunas personas
mayores parloteaban: alcancé oír a Benjo decirle a un familiar del norte que
acababa de llegar con la contrata: El
Cuarteto Continental es lo máximo, comparito; así que a bailar y a tomar unas
cervecitas. Quise adivinar quién silbaba Alegría y amor, cuando asomó
el camión rojo por la carretera, alumbrando con sus enormes focos y tocando
insistentemente la bocina. Uno por uno los semaneños fueron asomándose por las puertas de sus casas, y en
un santiamén Semán entero se congregó en la esquina. Wilson y yo nos subimos
por la baranda del camión y nos acomodamos en la caseta, mientras la mayoría se
empujaba para subir por la escalera. Y ahí, con el viento golpeándonos el
rostro, comiendo uno que otro zancudo, oyendo el sordo rumor del motor,
viajamos rumbo a la cita más esperada de nuestras cortas vidas. ¿Cómo sería
Julio Mau en persona? ¿Cómo sería oírlo cantar en vivo? ¿Le hablaríamos? ¿Le daríamos
la mano?
Se
viene la noche en la lejanía, se oye el lamento de un labrador;
en
una casita muy pequeñita vive mi adorada, mi adorada cholita
El baile era en
el pasaje Santa Rosa, que daba a la plaza de armas de Guadalupe, donde se
ubicaban los toldos, los quioscos, los carruseles, etc.; en suma, donde se
instalaba la feria patronal más grande del norte peruano. Ni bien entregamos
los tiques al portero, nos abrimos camino entre la gente, y haciendo modos
avanzamos hasta el pie del escenario. Y desde ahí pudimos ver y oír con asombro
a nuestro cantante favorito: Julio Mau era joven, tendría unos 30 años; su voz
en vivo era tan hermosa como en los discos y la radio, cantaba sin hacer
esfuerzo alguno; pude notar, de tanto mirarlo, que tenía el tic de mover
ligeramente los labios como si estuviera probando algo, tic que luego yo
imitaría cuando cantaba. De rato en rato Wilson y yo nos mirábamos
maravillados, con un gesto de aprobación y una sonrisa que iba de oreja a
oreja. Recuerdo que en más de una ocasión los ojos chinitos de nuestro ídolo se
posaron sobre los nuestros; qué pensaría el genial Julio Mau de este par de
mocosos que en vez de bailar como todo el mundo lo hacía, se limitaba a
observarlo y pedirle de vez en cuando, a voz en cuello: ¡Alegría y amor!
¡Llorando se fue! ¡El delincuente!... Y no sé si por coincidencia o porque
nos oyera, tras regalarnos una leve sonrisa, arrancó con su huiro: shiquishik,
shiquishik, shiquishik…Llorando se fue, gritamos como locos. Yo canté toda
la canción a dúo con Julio Mau, desde abajo, sin que él me lo pidiera, tocando
un huiro imaginario; mientras Wilson fingía que tocaba un acordeón o el bajo
electrónico. Ese fue el contacto más cercano con nuestro ídolo, el mejor
cantante de cumbia de todos los tiempos, aquel que decía: un saludo para las lindas guadalupeñas, en vez de decir
guadalupanas; pues no tuvimos el valor de acercarnos y hablarle, estrecharle la
mano, y decirle lo mucho que lo admirábamos; después de todo, la timidez semaneña nos había traicionado. La segunda y
última vez que lo veríamos sería en la feria de Guadalupe del año siguiente, en
Talla. Era tanto el cariño y admiración por Julio Mau que pagábamos entrada no para bailar, no para beber, no para buscar chicas, no para
hacer patas, sino simple y llanamente para verlo y oírlo cantar.
El
apagón tiene la culpa de que se fuera mi amor
Tal
vez ella no me amaba y tomó esa decisión
Cuando iba a
pastear los borregos, por las tardes, luego del colegio, cargaba siempre una
radio pequeña color hueso. Al dial, no lo dejaba quieto hasta toparme con
alguna emisora que estuviera pasando alguna canción de Julio Mau. Tirado sobre
la cima de la era, oyendo la voz microfónica del chino; vigilaba la manada que
religiosamente arrancaba el pasto de las pozas; contaba las casitas y las
chozas desperdigadas por el campo, mentalmente; miraba al Cerro Azul y al Cerro Namul descansar
plácidamente en el horizonte, desde siempre. El viento traía el olor de la paja
seca, nos peinaba, esparcía la voz de la cumbia por el cielo.
¡Qué
pena que me da, me da, me da la lejanía!, ¡ay me da!;
¡qué
pena que me da, me da, estar tan lejos
de la tierra mía!…
Todo era
felicidad, hasta que un 29 de junio de 1986 escuché en la radio: El Cuarteto Continental, viniendo de un
concierto ha sufrido un accidente en la panamericana norte, en el pueblo de
Guadalupe… Un miedo primitivo se hundió en mi pecho, apagué la radio. Arreé
mi manada entre las pozas y a paso apurado llegué a mi casa, por la parte
trasera. Mi mamá en el corral desgranaba sola unos choclos, me miró pero no me
dijo nada; encerré los borregos y me metí a mi cuarto. Tomé valor y prendí la
radio. Y fue que anunciaron: El vocalista
del Cuarteto Continental, Julio Mau, ha muerto. Sólo recuerdo que salí
corriendo ante la mirada sorprendida de mi madre a buscar a Wilson hasta su
casa: Julio Mau ha muerto, Julio Mau ha
muerto… prendimos la radio, para que
me creyera. En ese instante abrigué la esperanza de que el periodista dijera
que todo había sido un error o una broma. Pero nada, ahí otra vez la noticia.
Recuerdo que nos quedamos mudos, con los rostros desencajados, mirando
fijamente la radio. Nos hicimos los machos, pero luego lloramos, sentaditos en
el mueble grande, escuchando la voz
chillona del periodista que ofrecía los detalles. No sé cuánto lloramos; como
tampoco recuerdo con claridad los detalles de aquel trágico momento;
seguramente porque mi corazón, por salud y bondad, los ha bloqueado. Y si ya
era duro saber que la voz de la cumbia peruana había muerto, más duro era saber
que el gran Julio Mau había muerto en Guadalupe, mi tierra. Doble ¡maldita sea! porque te fuiste Julito.
En diciembre del mismo año muere mi abuela materna, en Guadalupe, a quien
siempre le dije mamá, y a cuyo velorio y entierro no asistí porque mi corazón
no podía contra la muerte. Ese mismo año, Semán se parcela; deja de ser cooperativa agraria para
convertirse en asentamiento humano. A los pocos meses el parlante de la
Ranchería deja de lanzar sus canciones
al aire para siempre. Ese mismo año, no fui a la fiesta de promoción de mi
colegio, dejé de creer en dios.
Mi pequeño hijo,
que seguía sentadito en mis muslos oyendo A
tiempo en la computadora, en su media lengua me pregunta: ¿po qué lloyas
papito? Por Julio Mau, hijito. ¿Po Cuyo
Mao? Sí, hijito. Y aunque sabía que mi Robert Manuel no me entendía muy
bien, le dije que Julio Mau había sido el mejor cantante de cumbia de todos los
tiempos. Hum, me dijo; lo abracé fuerte, y nos pusimos a escuchar el último
gran éxito que Julio Mau nos regalara poco antes de irse al cielo, a la corta edad de 32 años.
A
tiempo para que vuelvas, a tiempo pa´ que regreses;
a
tiempo para que vuelvas y digas todo lo que paso,
a
tiempo pa´ que regreses que aun te quiere mi corazón…
Julio Mau, no la mejor voz de la cumbia peruana, sino la voz de la cumbia peruana, nació en el
Rímac, un 01 de abril de 1954, y murió en la cúspide de su popularidad un 29 de
junio de 1986, en Guadalupe. Hoy, a casi
26 años de su partida, sigo pensando lo mismo sobre su legado musical, aunque
con más y mejores argumentos. Será por eso que no acabo de entender por qué los
auto proclamados historiadores de la cumbia, o no lo mencionan o a duras penas
lo hacen: no me es posible imaginar el estado actual de la cumbia peruana, y su
enraizamiento en el corazón de los peruanos,
si no hubiera existido Julio Mau; él y su cuarteto, a su corta
edad, habían experimentado en la cumbia
casi todo lo que actualmente existe, aunque algunos se desgañiten diciendo que
fueron los pioneros y de paso le nieguen los merecidos créditos. Sé que hay
miles de peruanos, en el norte, centro y
sur, que crecieron teniendo como telón de fondo musical la inigualable voz
de Julio Mau. Y son estos miles los llamados a difundir el legado musical de
este gran intérprete de la cumbia peruana y darle el sitio que le corresponde y
se merece dentro del proceso y desarrollo de la cumbia peruana. Nadie como el
chino Mau para hacer cumbias pegaditas (que hoy llaman potpurrí, mix, como por
despecho), nadie como Julio Mau para el guapeo, nadie como Julio Mau para hacer
de un wayno o de una saya una gran
cumbia, nadie como Julio Mau para impregnarle a la cumbia un sabor peruanísimo.
Y su voz, su voz enorme, de textura y color impresionantes, suave como el
murmullo de la lluvia, sabrosa como el murmullo de mis verdes arrozales.
Trujillo,
marzo de 2012