Tengo un problema: me incomoda llamarme poeta.
Las poquísimas veces que me he llamado poeta, sinceramente me he sentido terriblemente mal; y las pocas veces que así me han llamado, también, aunque en grado menor. Sucede que había que llamarme poeta, como había que llamar poemas a mis textos, y no por que me sepa poeta y/o sepa que son poemas mis textos, sino porque había que llamar a las cosas de algún modo en aras del (des)entendimiento.
EL problema se agrava si tengo en cuenta que llevo casi 20 años escribiendo poesía; o mejor dicho, creyendo que escribo poesía.
Mi incomodidad no obedece a la humildad —ni falsa, ni verdadera—, como tampoco obedece a que considere al poeta como algo inalcanzable, o algo a lo que yo ni siquiera puedo aspirar. Nada que ver, mi incomodidad no obedece a poses ni a complejos. Tampoco es por que yo sepa que lo que escribo no es poesía -aunque así lo llame-, sino más bien por que yo no sé, y no tengo modo alguno de saber, con certeza, si lo que escribo es realmente poesía o no lo es.
Yo no tengo la más mínima duda, y eso sí lo reconozco, respecto al trabajo que realizo con la palabra; pero sí tengo mis dudas respecto al producto final de este proceso creativo, el texto. En otras palabras, yo no puedo llamarme poeta debido a mi ignorancia: ¿cómo saber, con certeza, si soy o no soy poeta?; ¿cómo saber, con certeza, si un texto es o no es poesía? No hay modo alguno de aniquilar por completo esta incertidumbre, por lo que llamarme poeta y llamar poesía a mi texto, sin sentir remordimiento, sin que me sonroje, implica descartar la posibilidad de que yo no sea poeta, o de que mi texto no sea poesía; y esto, sí que es una osadía; es dar gato por liebre. Autoproclamarme poeta, sin chistar, es un acto temerario, deshonesto; será por eso que a veces, hasta me da un poquito de vergüenza. Sólo me he llamado poeta, muy a pesar mío, por fines meramente comunicativos. Para mí, que estoy en el ruedo, no hay modo de no creer que eso de llamarse poeta, sacando pecho, no es más que una patraña, no es más que un cliché, una pose trasnochada.
Llamo poesía a mis textos, no porque lo sean, sino, simplemente, porque son el producto final de mi proceso creativo; proceso que me demanda un gran esfuerzo, proceso que tiene como objetivo inherente el de crear poesía. Es claro que el esfuerzo por sí solo, lamentablemente, no es suficiente para que el objetivo –crear poesía- se concrete -en poesía-. Si no fuera así, a todo aquel que se esfuerce en escribir un texto con intención poética se le tendría que llamar poeta, al margen de que su intención poética se concrete en poesía tras el proceso creativo, al margen de que logre o no su objetivo. La concreción de la intención poética, o el logro del objetivo inherente del proceso creativo –crear poesía-, es el único elemento de juicio que serviría para discriminar, sin ambigüedad, entre poetas y no poetas, entre poesía y no poesía; pero lamentablemente este elemento no es mesurable.
No oculto mi anhelo, y no hay contradicción en esto, de que mis textos conservados a lo largo de dos décadas de (r)escritura, sean poesía. No oculto el anhelo, y no renuncio, a ser lo que tanto dudo: poeta. Anhelo que los textos que boté al tacho de basura por considerarlos malos hayan sido realmente malos, y que los textos que conservé por considerarlos buenos hayan sido realmente buenos. Anhelo que la energía gastada en mi proceso creativo no haya sido en vano. Confieso que le temo a la banalidad como una posibilidad real de mi proceso creativo, pero no por eso sucumbo a la tentación de elevar la posibilidad a la categoría de certeza; prefiero a auto engañarme y/o auto consolarme batallar con el cruel fantasma de las posibilidades. Me asusta, claro está, la posibilidad de que mis 20 años escribiendo supuestamente poesía haya sido sólo eso, un supuesto; cruel posibilidad, pero no por cruel menos posibilidad que la posibilidad bondadosa. Me duele, me cuesta mucho poder creer en la posibilidad de haber derrochado mi energía vanamente, pero aún así esto no me da derecho a vender gato por liebre. Lamentablemente, mi intención implícita o explícita de escribir poesía, mi gasto real de energía en el proceso de escritura, mi auto proclamación como poeta no bastan para definirme poeta.
Dada la imposibilidad de saber si soy o soy poeta, implica que: llamarme poeta es un acto de fe, no de conocimiento. Una cosa es que me crea poeta; otra muy distinta es que lo sea. Después de todo, ¿qué es lo peor que podría sucederme con esta posición esperanzadora?: que me crea ser lo que yo no soy: sólo eso. ¡Dios mío, cuánta falta hace un poetómetro!
Las poquísimas veces que me he llamado poeta, sinceramente me he sentido terriblemente mal; y las pocas veces que así me han llamado, también, aunque en grado menor. Sucede que había que llamarme poeta, como había que llamar poemas a mis textos, y no por que me sepa poeta y/o sepa que son poemas mis textos, sino porque había que llamar a las cosas de algún modo en aras del (des)entendimiento.
EL problema se agrava si tengo en cuenta que llevo casi 20 años escribiendo poesía; o mejor dicho, creyendo que escribo poesía.
Mi incomodidad no obedece a la humildad —ni falsa, ni verdadera—, como tampoco obedece a que considere al poeta como algo inalcanzable, o algo a lo que yo ni siquiera puedo aspirar. Nada que ver, mi incomodidad no obedece a poses ni a complejos. Tampoco es por que yo sepa que lo que escribo no es poesía -aunque así lo llame-, sino más bien por que yo no sé, y no tengo modo alguno de saber, con certeza, si lo que escribo es realmente poesía o no lo es.
Yo no tengo la más mínima duda, y eso sí lo reconozco, respecto al trabajo que realizo con la palabra; pero sí tengo mis dudas respecto al producto final de este proceso creativo, el texto. En otras palabras, yo no puedo llamarme poeta debido a mi ignorancia: ¿cómo saber, con certeza, si soy o no soy poeta?; ¿cómo saber, con certeza, si un texto es o no es poesía? No hay modo alguno de aniquilar por completo esta incertidumbre, por lo que llamarme poeta y llamar poesía a mi texto, sin sentir remordimiento, sin que me sonroje, implica descartar la posibilidad de que yo no sea poeta, o de que mi texto no sea poesía; y esto, sí que es una osadía; es dar gato por liebre. Autoproclamarme poeta, sin chistar, es un acto temerario, deshonesto; será por eso que a veces, hasta me da un poquito de vergüenza. Sólo me he llamado poeta, muy a pesar mío, por fines meramente comunicativos. Para mí, que estoy en el ruedo, no hay modo de no creer que eso de llamarse poeta, sacando pecho, no es más que una patraña, no es más que un cliché, una pose trasnochada.
Llamo poesía a mis textos, no porque lo sean, sino, simplemente, porque son el producto final de mi proceso creativo; proceso que me demanda un gran esfuerzo, proceso que tiene como objetivo inherente el de crear poesía. Es claro que el esfuerzo por sí solo, lamentablemente, no es suficiente para que el objetivo –crear poesía- se concrete -en poesía-. Si no fuera así, a todo aquel que se esfuerce en escribir un texto con intención poética se le tendría que llamar poeta, al margen de que su intención poética se concrete en poesía tras el proceso creativo, al margen de que logre o no su objetivo. La concreción de la intención poética, o el logro del objetivo inherente del proceso creativo –crear poesía-, es el único elemento de juicio que serviría para discriminar, sin ambigüedad, entre poetas y no poetas, entre poesía y no poesía; pero lamentablemente este elemento no es mesurable.
No oculto mi anhelo, y no hay contradicción en esto, de que mis textos conservados a lo largo de dos décadas de (r)escritura, sean poesía. No oculto el anhelo, y no renuncio, a ser lo que tanto dudo: poeta. Anhelo que los textos que boté al tacho de basura por considerarlos malos hayan sido realmente malos, y que los textos que conservé por considerarlos buenos hayan sido realmente buenos. Anhelo que la energía gastada en mi proceso creativo no haya sido en vano. Confieso que le temo a la banalidad como una posibilidad real de mi proceso creativo, pero no por eso sucumbo a la tentación de elevar la posibilidad a la categoría de certeza; prefiero a auto engañarme y/o auto consolarme batallar con el cruel fantasma de las posibilidades. Me asusta, claro está, la posibilidad de que mis 20 años escribiendo supuestamente poesía haya sido sólo eso, un supuesto; cruel posibilidad, pero no por cruel menos posibilidad que la posibilidad bondadosa. Me duele, me cuesta mucho poder creer en la posibilidad de haber derrochado mi energía vanamente, pero aún así esto no me da derecho a vender gato por liebre. Lamentablemente, mi intención implícita o explícita de escribir poesía, mi gasto real de energía en el proceso de escritura, mi auto proclamación como poeta no bastan para definirme poeta.
Dada la imposibilidad de saber si soy o soy poeta, implica que: llamarme poeta es un acto de fe, no de conocimiento. Una cosa es que me crea poeta; otra muy distinta es que lo sea. Después de todo, ¿qué es lo peor que podría sucederme con esta posición esperanzadora?: que me crea ser lo que yo no soy: sólo eso. ¡Dios mío, cuánta falta hace un poetómetro!
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