Wednesday, December 14, 2011

Mi caminata con Namul...

Un texto de Miguel Arbildo,
miembro activo del Grupo Literario Namul,
leído el 28 de setiembre en el 14 aniversario del grupo

Integrarme a Namul, fue comenzar una travesía inolvidable. La tarde de setiembre del 97 llegué citado a la Biblioteca Municipal de Guadalupe en donde me esperaban unos jóvenes sostenidos en el afán de “Contagiar su canto a las mil cuerdas que pasean, como calladas, por las calles largas y preñadas de historia…”(1). A partir de entonces, Namul surge oficialmente como grupo, fortaleciendo actualmente su fibra literaria que no ha logrado arrancar el tiempo.

En sus albores, Namul edita sus textos que carecen de destreza elocutiva. Textos editados a máquina de escribir, y financiados por cada integrante. Ese año (1997) se ejecutaron 2 exposiciones pictóricas - poéticas que nos abrieron las puertas para entrar en la escena cultural guadalupana. Ello debido al esfuerzo mancomunado de sus ocho integrantes: Robert Jara, Josué Vallejos, William Bueno, Víctor Campos, Iván Ruiz, Lucio Ríos, David Mendoza y quien aquí escribe. Con respecto a Jara he albergado una interrogante: ¿Cómo él, cargando prejuicios de bachiller en ciencias físicas, y no siendo además del mismo hotel de Guadalupe, sino radicado en el campo –Semán–, tuvo la temeridad de fundar un grupo literario? Hasta me resulta gracioso, a veces nostálgico, recordarle esperándonos en la Biblioteca Municipal o en la Plaza de Armas con su vieja bicicleta chacarera, su mirada vehemente y tímida, albergando el anhelo de que Namul pase a la plataforma de la historia guadalupana. A raíz de tales preguntas, colijo que no se necesitan títulos ni ventajas topográficas para representar una causa honorable.

Conocida es la etapa de letargo en que decae Namul durante algunos años, cuando su fundador viaja a Puerto Rico, y sus integrantes se dispersaron por cuestiones laborales y de estudios, sin embargo no se deshizo del todo. Namul redujo sus eventos a tertulias literarias. No sin dejar de estar comprometido con la lectura de textos literarios. Durante aquel tiempo impelido por las obras de Jack London, Julio Verne, Andersen, Li Po, Eguren, cultivé la poesía, también la prosa, sin herramientas de las técnicas narrativas contemporáneas, retrotrayendo escenarios del distrito La Victoria, Chiclayo, donde nací y me crié hasta los 12 años.

Escribo atraído por mi tierra natal, evocándola siempre; acaso, sin saberlo algún tiempo, he corroborado lo que Vargas Llosa diría, El escritor no elige los temas, sino los temas eligen al escritor. Además he podido notar – convencerme- de que mis hermanos namulianos (Josué y Robert – escritores activos de Namul-) también se han esforzado ardorosamente para crecer en el cultivo de la narrativa y la poesía, cada quien con sus estilos peculiares que certeramente han ido adquiriéndolos. Esto puedo acreditarlo con sus obras publicadas de manera individual y colectiva en este año 2011. Namul ha elevado su nivel literario, no sólo por inspiración y el afán de escribir, iniciales durante su etapa de gestación (esto cualquier irresponsable posee y cree que es suficiente para ser buen escritor), sino que ha elevado su nivel debido al talento, la perseverancia y la lectura acuciosa, imprescindibles para quienes aspiran ser connotados.

(1): Enunciado de Robert Jara, extraído de la presentación a la plaqueta Ocho cuerdas vibrando de emoción -1997.

Wednesday, November 16, 2011

NOSTALGIA DE BARRO por Antonio Escobar

“La poesía es la conciencia más fiel de las contradicciones humanas porque es el martirio de la lucidez, y la poesía, al sufrir el martirio de la lucidez, se aproxima a la razón”.

En la geografía de la poesía, pueden plasmarse una gran variedad de estilos y, lo más importante, estos pueden interpretarse con toda una extensa gama de colores y tonalidades para agradar al lector más exigente.

Es Robert Jara, un poeta que va con paso seguro, pausado, con conceptos cultivados y de formas limpias y correctas. Pero lo más interesante está en su textos que nos presenta en “Nostalgia de Barro” divido en tres partes, que han constituido libros separados. Esta unión poética permite un producto cosechado con lucidez.

“Nostalgia de Barro”, es el título del libro y de uno de los poemas que forman parte de este libro, es la voz de la poesía, la voz de un autor que mima los conceptos y los sentimientos canalizándolos de una manera personal. Es un libro tan sencillo y, a la vez, bien trabajado, que lo aconsejable es degustarlo poco a poco para conseguir captar todas las sensaciones que quiere transmitir.

Robert Jara nos traslada a su paisaje cotidiano, a su habitad, donde ha pasado su infancia rodeado de su familia: son los temas cotidianos que inspiran su poesía. Viste la esencia de su creación con ropajes al alcance de sus manos, porque envolviéndonos en su voz poética consigue mantener en vilo la poesía (palabras que pueden parecer muy familiares; pero que forman un barbecho latente para su creación) en un estado de equilibrio y mesura que puede aparentar facilidad, pero que se ha aplicado gran laboriosidad en la elaboración de cada poema.

En sus versos vivifica personajes familiares y cotidianos de su tierra que lo vio nacer. Es su paisaje que lo adorna con metáforas de su entorno y todo gira en cuestiones trascendentales sobre la vida, el devenir, el tiempo, la razón o las ideas.

Desde esta perspectiva “Nostalgia de Barro” constituye la demostración del sentimiento de un poeta que ama lo suyo, sus caminos, la verdura del paisaje, se interna en el alma de la tierra y la sobrepasa hasta su médula, para cantarle con la quena de su alma y la guitarra de la alegría

En el cauce de la poesía de Robert Jara, encontramos su ritmo delicado, nostálgico, como en una lágrima candente, nos entrega su mensaje cargado de esperanzas. Lo hace también con serena paciencia, equilibrado. Aquí tiene cabida la exaltación y la búsqueda de justicia. porque en la poesía de nuestro poeta no se suscita el odio. Lo importante es la palabra y la estética que deja a sus lectores.

Lo importante en el itinerario de “Nostalgia de Barro” es el lirismo de la palabra puesta como un movimiento cinematográfico, por un pasado marcado por el dolor y la ausencia, punto de motivación de estos hermosos versos que el poeta nos deja sobre las manos, como un junco tembloroso entre las aguas de su poesía, donde plasma su mensaje con estilo personal y equilibrado.

Semán, setiembre de 2011
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Antonio Escobar Mendívez (Jequetepeque, 1945)
Reconocido poeta y promotor cultural de La Libertad

Monday, October 17, 2011

Poeta, condición esporádica y fluctuante

Es lamentable ver cómo los libros que enseñan a atrapar poesía no enseñan más que intentar atraparla; resultan en un amague, en un frívolo recetario. Será que el poeta es más que un simple chef literario.

Desde siempre se ha discutido y puesto en tela de juicio de que si el poeta es un hombre común o si es un iluminado, pero no en la posibilidad de una mixtura; como tampoco en la posibilidad de que ser poeta sea sólo una condición temporal y no permanente como se le considera. Creo que no se ha puesto en tela de juicio, ni se ha cuestionado lo que denomino la temporalidad del poeta.

En términos generales el poeta transmite emociones, no sólo vivencias (situaciones vividas, individuales, intransferibles). Las emociones resultan tanto de situaciones reales como de situaciones inventadas (fingidas); personales, impersonales; divinas, paganas, etc. El trueque inofensivo de este par de palabras significa la exclusión o inclusión de varios tipos de poetas. Y en realidad decir que el poeta transmite emociones es demasiado ostentoso, el poeta con seguridad hace el intento, el amague; descubrir si tal intento resulta o no en un acierto es utópico, a no ser que se mire a través de lupas subjetivas.

El no adjetivar las emociones, pasaría de largo, indiferente; pero dado que aquel adjetivo, aparentemente superficial, engendra otro de los grandes dilemas respecto a la condición del poeta, no puedo darme ese lujo. Tratar de clasificar al poeta no es cosa nueva, ya sea respecto a la temática, al estilo, a la actitud frente a la vida, a la época, etc., de donde resultan poetas místicos, poetas simbólicos, poetas comprometidos, poetas modernistas, etc. La actitud del poeta frente a la vida, a diferencia de otras consideraciones, no permite ser reducida a simple motivo de parcelación didáctica; no acepta tan dócilmente no ser inherente a la poesía misma. De ella depende que se tilde a los poetas de malditos o místicos, comprometidos o puros, etc.; el valor que adquieran estos adjetivos depende de qué lado se miren (comprometido en boca de poeta puro, así como puro en boca de poeta comprometido, adquieren valores negativos). Entonces flota la pregunta: ¿quién es poeta, el que materializa emociones reales, inventadas, divinas, paganas, etc. ¿Quién?? (La temporalidad del poeta no aboga por ninguna, pero tampoco las niega). Pues de las emociones divinas nace el poeta místico; de las inventadas, el poeta fabulador; de las personales el poeta testimonial; etc. La adjetivación de las emociones acepta, sin contradicciones, el amplio abanico de poetas existentes, en cada momento. La temporalidad poética explica, de modo natural, por qué en un mismo poema, el poeta podría potencialmente plasmar todo su espectro de emociones. Y también explica por qué el adjetivo de las emociones, en términos generales, resulta fluctuante, esporádico.

La temporalidad del poeta hermana a la sensibilidad y al ingenio, reñidos para algunos. El momento catártico es dominado por la sensibilidad del poeta, la sensibilidad se impone y sobrepone al ingenio sin negarlo; fuera de este momento, los roles simplemente se invierten.

Si el poeta nace o se hace, a estas alturas, carece de sentido. Tanto la sensibilidad como el ingenio no se heredan; ambos se perfilan, fluctúan, definen, en el transcurso mismo de la vida y de la atmósfera cultural.

La condición del que funge de poeta fluctúa entre ser realmente poeta y el no serlo. Es decir, si le preguntasen, ¿eres poeta?, a lo más debería responder, sin temor a caer en poses egocéntricas: no, no soy poeta; probablemente lo fui mientras escribía mi último verso. Y es que, concluido el poema, el acto de creación se desvanece, y el poeta desaparece de la escena. El poeta no existe si no cuando crea y/o recrea el poema, cuando pare poesía, único vestigio tangible que registra ese breve ataque catártico y/o de oficio creativo. Ser poeta es una condición esporádica, fugaz, momentánea, tanto como lo sea el acto creativo, por lo que llamarse poeta en términos absolutos, independientemente del momento creativo, no es más que un alarde del ego.

Monday, September 19, 2011

Querer, siempre; poder, a veces

¿Qué sería de una hormiga que anhela ser elefante?: sufriría innecesariamente.

No importa lo que la hormiga haga para lograr ser elefante jamás podrá ser elefante. Sucede que la hormiga quiere ser algo que está fuera de sus posibilidades.

La hormiga sufre porque cree ciegamente que querer es poder. Y claro, si por casualidad una cigarra le dice que querer es poder es una patraña, y que por lo tanto jamás podrá ser elefante, la hormiga inmediatamente la tildará de pesimista, y por qué no, de envidiosa. Y como nadie en su sano juicio quiere ser un pesimista –ni envidioso-, ya que es políticamente incorrecto, la cigarra se retracta. La hormiga ha recurrido a la práctica de la descalificación sistemática para legitimar su optimismo. Pesimista es la palabra mágica que hace de querer es poder una expresión intocable, robusta, incuestionable. De este modo querer es poder se instala como una verdad inamovible en el imaginario colectivo. Pero, ¿querer es, realmente, poder? No lo creo. Es sólo una frase que raya en una esperanza y un optimismo hiperbólicos, una frase que grafica el anhelo, una frase filialmente consoladora para el imposibilitado. La hormiga no importa cuánto quiera, ni cuanto haga para lograrlo, jamás podrá ser elefante. Su anhelo es utópico. Y querer es sólo eso, querer.

¿Es la cigarra realmente pesimista? No, ni la cigarra es pesimista, ni la hormiga es optimista; la cigarra es realista, la hormiga es mitómana, sino cándida. No es que la cigarra crea –anhele- que la hormiga no pueda ser elefante, lo que sucede es que la cigarra sabe que la hormiga no puede ser elefante, lo cual es diferente. Es decir, el pesimismo de la cigarra proviene del conocimiento, más no del anhelo, de la creencia.

–Cargaré sobre mi espalda esta canica de plomo –comenta la hormiga
–Ajá, claro. No ves que es una miga –comenta la cigarra
–¡Tú siempre tan pesimista!
–Pesimista no, una optimista bien informada

No es malo querer, lo malo es creer que podemos lograr todo lo que queremos, ignorando que el mundo de las cosas que queremos siempre es y será mucho más amplio que el mundo de las cosas que podemos. No podemos conseguir todo, sino sólo aquello que está dentro de nuestras posibilidades. Se puede querer todo, se puede lograr un poco. Lamentablemente, nuestras posibilidades no son ilimitadas como erróneamente o malvadamente el querer es poder nos profesa.

La lectura más errónea es asumir a querer es poder literalmente. Es decir; asumir que basta con querer para obtener algo. Una lectura menos errónea es asumir que no basta con querer algo para conseguirlo sino que es necesario un esfuerzo. Si bien la segunda lectura es menos errónea, no es menos dañina; aún solapa tras su aura de esperanza y optimismo hiperbólicos una verdad hipnótica: nuestro esfuerzo es infinito.

Una hormiga lenta corre tras una miga que es cargada por una hormiga veloz. La hormiga lenta presa de querer es poder correrá tras la miga hasta morirse. El alcanzar la miga es sólo cuestión de tiempo piensa, querer es poder así se lo dicta. Querer es poder no le permite pensar en la posibilidad de que no podrá conseguir la miga debido a que la hormiga veloz se lo impide. Querer es poder alumbra la miga, mas no alumbra a la hormiga veloz. La miga no le es inalcanzable a la hormiga lenta porque la hormiga es lenta o la miga es de otro mundo, sino porque la hormiga veloz se lo impide. Querer es poder aboga silenciosamente porque la miga no luzca utópica, y porque la hormiga lenta no tome conciencia de la competencia abusiva y desleal ejercida por la hormiga veloz.

Una cosa es que una hormiga quiera ser elefante, otra que quiera una miga que está sobre la mesa, y otra que quiera una miga que reposa sobre el lomo de una hormiga que corre velozmente. Querer algo que está fuera de nuestras posibilidades, bajo la tutela de querer es poder, nos condena –a priori- al fracaso, al dolor; mientras que bajo la tutela de hay que saber querer, no.

El antídoto a querer es poder es hay que saber querer. La segunda expresión a diferencia de la primera implica el conocimiento consciente de nuestras propias limitaciones y/o capacidades; implica aceptar que nuestras posibilidades son finitas. Finalmente, yo, al igual que la hormiga lenta, también creo que querer es poderpero sólo lo posible.

Monday, September 05, 2011

NOSTALGIA DE BARRO por Ornitorrinco Editores

TODO EL AMOR A LA TIERRA

El corazón de todo ser humano aprende del amor desde el momento en que lo invade la llama dulce de la patria chica, del pueblo que cobija su niñez sin esperar nada a cambio. Y el poeta Robert Jara lo ha sabido siempre, por ello estos cantos están dedicados a la tierra que lo vio nacer, crecer y le enseñó la vida.

Sosteniendo este sentimiento bajo el sol de la añoranza, Jara ha logrado perfilar un estilo particular en el que el ritmo de la versificación danza despabilado como los veloces vientos de su región, y donde el trabajo expresivo se organiza con la presencia de los componentes propios de su tierra, partiendo de un manejo lingüístico adquirido en lo más alto de sus influjos literarios.

De este modo, Nostalgia de barro –compuesto por tres libros independientes– fluye como un conjunto lírico en el que la vibración terrígena y las inquietudes de la técnica son la mejor amalgama para comprender el corazón de este poeta enamorado de sus raíces. Lo cual constituye la mejor manera de embarcarnos en la vastedad histórica y vivencial de la cultura del norte peruano.

Lima, agosto de 2011

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Ornitorrinco Editores (Lima, Perú)
Sello editorial dirigido por el escritor Ricardo Ayllón

Tuesday, August 16, 2011

¿Mal poeta o no poeta?

¿Es lo mismo ser mal poeta que no ser poeta? ¿Qué es más legítimo decirle a alguien que nunca escribe un buen verso: que es mal poeta o que no es poeta? Pongamos el siguiente caso hipotético: Luis, el día que su padre muere, de dolor escribe algunos versos. Un entendido en poesía los lee, y llega a la conclusión de que los versos son realmente malos. La pregunta es: ¿los versos son malos por que Luis no es poeta o por que Luis es un mal poeta? El ego de Luis bien podría resolver este dilema, a su favor, obviamente, aludiendo que el entendido no sabe de poesía. Y es aquí cuando surge un nuevo y legítimo dilema: ¿la poesía es mala por que es mala o por que el entendido es un mal entendido? En fin, lo único cierto es que un poeta jamás escribe/publica sabiendo/creyendo íntimamente que su poesía es mala; todo poeta escribe/publica bajo la presunción (aunque inocente, pletórica de fe y de ego) de que su poesía es buena, o al menos no es (tan) mala: el acto creativo del poeta se sustenta en un acto de fe estético, en el beneficio de la duda. Un poeta sin fe creativa no existe. Un poeta que asegura que su poesía es mala (o no le gusta) no existe, o bien es la encarnación de la falsa humildad o de un ego solapado, o bien es víctima de un malditismo trasnochado: ¡qué malo ese poeta que despotrica contra su propia poesía! Poeta que publica porque lo animaron, porque tuvo la oportunidad, porque ya era tiempo, etc., mienta: poeta que publica, sin duda alguna, o se sabe poeta o se cree poeta; punto.

Si todos son (potencialmente, optimistamente) poetas, el acto de escritura nos develará, no si es o no poeta, sino si es un mal o un buen poeta. En cambio, si no todos son (potencialmente, realistamente) poetas, ¿qué es lo realmente nos devela el acto de escritura?; pues, todo depende de lo que respondamos a la siguiente pregunta: ¿el poeta nace cuando escribe, o cuando escribe bien? Si el sólo acto de escritura pariera al poeta, esto explicaría (y justificaría) el por qué todos los países se jactan que debajo de cada una de sus piedras brota un poeta; esto explicaría, también, el por qué todo aquel que escribe (garabatea) un par de versos se considera poeta; explicaría, también, el por qué hay tanto poeta que cree (sin un atisbo de duda) que todo lo que escribe (a veces en una servilleta, en lo que dura un bostezo, una pitada de cigarrillo, un sorbo de cerveza) es digno de aparecer en una antología.

Leí alguna vez por ahí, que el poeta tenía que llamarse poeta, reconocerse y asumirse como tal ante sí mismo y ante los demás que no hacerlo era poco menos que una estupidez, un complejo. ¿Por qué no si el carpintero se llama carpintero; el futbolista, futbolista; el matemático, matemático, etc.? Mientras releía esos argumentos, les juro que por acto reflejo, por instinto natural, por emoción de mi ego acariciado, no dudé en llamarme poeta para mis adentros. Ante la treta psicológica preferí ser poeta a ser un acomplejado o un idiota. Pero luego me pregunté: ¿acaso porque corro el estadio soy atleta?, ¿acaso porque pateo una pelota o porque juego tiritos al arco soy futbolista? ¿acaso porque construyo una silla soy carpintero? ¿acaso porque calculo mentalmente la cuenta a pagar en el supermercado soy matemático? … Claro que no: ni soy atleta porque corro el estadio, ni soy futbolista porque pateo una pelota, ni soy carpintero porque construyo una silla, ni soy matemático porque calculo mentalmente la cuenta… Por lo tanto, tampoco soy poeta simplemente porque escribo unos versos. El oficio es producto de la perseverancia, de la práctica, del tiempo; el oficio no es producto de la casualidad, de la improvisación permanente. No basta para escribir poesía mirar al cielo, sentarse bajo un árbol, respirar hondo; para escribir poesía y por tanto para ser poeta hay que escribir y escribir, para poder corregir y corregir y/o botar y botar.

¿Cómo saber realmente si una persona es mal poeta o no es poeta?: no hay forma de zanjar el dilema, a menos que venga a nuestro auxilio el inefable poetómetro: dispositivo que sirve para medir la calidad poética.

Friday, July 15, 2011

Error e ignorancia...

Siempre hay errores; necio el que cree que no los tiene. A veces no aceptamos nuestro error descubierto por el otro porque creemos que el sólo hecho de hacerlo nos hace menos, nos achica; a veces, porque realmente somos ciegos o necios o tontos, que es lo mismo; a veces, porque creemos que aceptando nuestro error estamos aceptando que el otro es superior. En todo caso, habría que preguntarnos: ¿qué de malo tendría que el otro fuera superior? ¿Qué de malo tendría que el otro conociera un poquito más? En el mejor de los casos, ¿qué de malo tendría que el otro conociera lo que ignoramos? (¡Malo sería que nadie conociera lo que tampoco conocemos!) Recordemos: el estigma negativo de la ignorancia no es inherente a la ignorancia; la ignorancia sólo será mala cuando se convierta en motivo de orgullo; cuando nos resignemos a ella, ya sea por pereza o por cansancio. Recordemos: la resistencia a no reconocer y/o aceptar el error descubierto por el otro obedece, a veces, a que el otro sólo busca con su descubrimiento descalificarnos o imponer su superioridad cognoscitiva (y a veces dogmática); es decir, cuando el error deja de ser cuestión de conocimiento para convertirse en cuestión de poder y de estatus.

La ignorancia, es por antonomasia, el estado natural del hombre: nacemos ignorantes, apenas provistos de un conocimiento primitivo (o intuitivo). La ignorancia nos viene de fábrica, por lo tanto de fábrica también nos ha de venir el afán de querer asesinarla en el transcurso de nuestra existencia. Es irónico que vengamos de fábrica con algo que está condenado a sufrir nuestro eterno rechazo: hasta el último segundo de vida nos esforzaremos por negar, ocultar, solapar, ahuyentar o asesinar (como fin supremo) nuestra ignorancia. La ignorancia, o la ausencia de conocimiento, que es lo mismo, se volverá contra nosotros, lamentablemente, si no hacemos nada por derrotarla y/o derrocarla. El protagonismo, la relevancia de la ignorancia en la vida de una persona es inversamente proporcional al esfuerzo que esta persona invierte en aprender. La ignorancia es una enfermedad que sólo se mata con conocimiento.

El error es inherente al proceso de aprendizaje; es decir, el error es inherente, natural, al proceso de asesinato de la ignorancia. Tonto de aquel que aprende sin errores, y doblemente tonto si se alegra por ello. Ignora lo que se pierde; ignora que más se aprende corrigiendo (si no pregúntenle a los buenos escritores); ignora que aprender sin errores es como tragarse una cereza sin haberla masticado. Por cierto, mi intención no es hacer una apología al error, pero sí un merecido reconocimiento. No hay duda de que cuando se aprende errando, o se mata la ignorancia errando, que es lo mismo, el aprendizaje resulta más profundo, más significativo. Yo, personalmente, cuando aprendo algo sin equivocarme (cosa que raramente sucede) no me siento tranquilo, ni mucho menos inflo el pecho. Y termino, repitiendo el proceso, una y otra vez, metiendo la pata adrede, provocando, azuzando al error; o abordando el proceso desde perspectivas distintas, o jugueteando con las condiciones iniciales del problema, etc. Aprender a matar el error cuando este aparece es parte imprescindible del proceso de aprendizaje. Recordemos que resulta fácil cometer un error (cualquiera puede hacerlo), pero resulta difícil (y gratificante) superarlo. He ahí, la trascendencia del error, he ahí que el error deja ser un estigma negativo e indeseable. El único riesgo peligroso que se corre bajo esta mirada positiv(a/ista) del error es que terminemos mal acostumbrándonos a su presencia. Un riesgo a correr, sin lugar a dudas. Sólo queda esperar que sean pocos los que sucumben ante la amenaza del error, y muchos los que le sacan provecho. Ojala sólo sean unos cuantos los que se justifiquen diciendo que errando se aprende, cuando en realidad son presas absolutas del error. Una cosa es que aprendamos a controlar y sacarle provecho al error, y otra muy distinta, y poco deseable, es que el error termine siendo una excusa barata que impida el proceso de asesinato de la ignorancia, o de aprendizaje, que es lo mismo.

Wednesday, June 15, 2011

La credencial de un poeta

A mis 41 años aún no he publicado libro alguno, sino tan sólo un par de plaquetas individuales, y un par de plaquetas colectivas, las cuales, por supuesto, no cuentan como carta de presentación y de acceso al clan literario. El por qué no he publicado, no creo que sea importante, como tampoco lo es el por qué alguien sí lo ha hecho. Es innegable que la plaqueta brilla ante el escrito inédito, pero también es cierto que se opaca ante el libro. Basta que digas que has publicado sólo una plaqueta para que tu interlocutor sea víctima del desencanto; silenciosa e inconscientemente te ubicarán unos peldaños más abajo de los que si han publicado un libro. La tribu de poetas, desde hace rato, se ha divido en dos: la de los que han publicado un libro y la de los que no. Esta división trae consigo la vara con que se mide y discrimina. Esta vara parece eliminar el dilema subyacente: ¿hay que haber publicado al menos un libro para ser reconocido como poeta? Si la respuesta es afirmativa, entonces endoso esta otra: ¿con la publicación basta (y sobra) para que alguien sea reconocido como poeta?, ¿la publicación representa, por sí sola, la condición necesaria y suficiente para ser reconocido como poeta? Recuerdo que en Puerto Rico, hace unos años, se abrió un debate al respecto. Pues un grupo de poetas, si la memoria no me traiciona, hizo una invitación pública a los poetas para participar en un encuentro nacional de literatura, con la sola salvedad (publicada en los medios) de que con poetas se referían sólo a los poetas que habían publicado al menos un libro. Las reacciones no se hicieron esperar. Y obviamente las opiniones se partieron en dos: (1) Poeta es todo aquel que además de haber escrito poesía ha publicado un libro de poesía, y (2) Poeta es todo aquel que escribe poesía, independientemente de si ha publicado o no un libro de poesía. Los del primer grupo creen que el libro es quien otorga y valida el título de poeta, mientras que los segundos no lo creen así. Lamentablemente ambas posiciones resultan maniqueas, interesadas, chovinistas: no es casualidad que los del primer grupo sean quienes ya han publicado un libro, mientras que los del segundo grupo los que no han publicado aún. ¿Que objetividad, no? No son sino los hilos del chovinismo en acción, tal como sucede, por ejemplo, en los concursos literarios: quien concursa y gana, dirá, invariablemente, que dicho concurso es trascendental, importante, etc.; mientras que el concursa y pierde, mantendrá su participación en estricto privado hasta la eternidad o bien dirá que el concurso carece de toda importancia, que ha sido amañado, etc.

¿Al poeta lo hace la creación o la publicación? ¿Poeta que no publica no es poeta? Como yo no he publicado aún, comprensiblemente, estoy condenado (o tengo el derecho) a sostener que la publicación no es lo que me hace poeta; sino la creación. Pero, como soy consciente de lo chovinista que es mi respuesta, hago uso de mi licencia para responder todo lo contrario.

¿Es posible que alguien escriba poesía de manera seria sin la intención de publicar? Personalmente, yo no lo creo. Lo que yo sí creo, es que algunos, tarde o temprano, lograrán publicar un libro, y por tanto podrán llevarlo bajo el brazo; mientras que otros, no alcanzarán dicho privilegio. La publicación en ese sentido se convierte en ícono del triunfo o bien del fracaso. A veces la publicación permanece en anhelo (en motor creativo, inclusive), sólo hasta que su sola recordación revive la sensación inmanente de la frustración y/o del fracaso; sensación que ha nacido cuando la esperanza de publicación se desvanece, ya por las reglas del mercado ya por las propias limitaciones del poeta. El poeta termina doblado por la certeza (real o inventada) de que jamás podrá publicar un libro; certeza que lo obliga a sostener con vehemencia que publicar no es su objetivo, que publicar no es importante, etc. Estas afirmaciones no son más que la cura que el poeta se ofrece a sí mismo en salud, no son más que su natural y lícita auto defensa para solapar el fracaso. Es lícito que el poeta que no puede (o cree que no puede) publicar un libro desdeñe la publicación del mismo, al igual que la zorra desdeñó las uvas maduras por el sólo hecho de no poder alcanzarlas.

¿La calidad de la poesía depende del soporte material? ¿La calidad de un poema mejora si en vez de ser publicado en cuero de vaca se publica en láminas de oro? ¿La poesía en sí misma es mejor si se publica en una plaqueta casera que si se publica en una edición de lujo? ¿El poeta es mejor (más) o peor (menos) poeta si sus poemas los publica en un periódico, en una revista tradicional, en una revista cibernética, en un libro,…? ¿Qué es mejor, un puñado de poemas buenos no publicados en libro o un puñado de poemas malos publicados en libro? La respuesta resulta ser una verdad de Perogrullo: la poesía no mejora por el sólo hecho de ser publicada, no importa si se publica en cuero de borrego o en láminas de oro. La calidad de la poesía depende exclusivamente de la (in)capacidad literaria del creador; mientras que su publicación, o no, depende de la (in)capacidad extra literaria del mismo. Entre estas (in)capacidades extra literarias mencionemos, por ejemplo, la (in)capacidad económica, la (in)capacidad comercial, la (in)capacidad social, etc. Después de todo: ¿es justo exigirle al poeta que posea (in)capacidades extra literarias? Estando ante una verdad de Perogrullo es patético ver al ego de ciertos poetas que (les) han sido publicados, menear su libro al aire como prueba contundente e inequívoca de su calidad poética. La publicación no es prueba suficiente de la calidad literaria. Hay, todos lo saben, aunque casi todos lo callen o ignoren por conveniencia, poesía buena no publicada; como hay, poesía mala publicada en ediciones de lujo.


El poeta como parte de un colectivo está obligado a mostrar con hechos su condición de poeta. Nadie del colectivo tiene la obligación de llamar poeta a un poeta por el solo hecho de que este así lo reclama a cuatro vientos. Si el poeta dice soy poeta, y quiere que lo reconozcan como tal, el colectivo tiene todo el derecho a exigirle evidencias concretas, y el poeta la obligación de ofrecerla. El que sólo bastara la palabra del poeta para ser llamado poeta, eso sí sería preocupante, arbitrario, falto de seriedad. ¿Y cuál sería la evidencia que legitime al poeta como tal ante el colectivo? Sí bien creo que el poeta debe ofrecer evidencias de su existencia poética, si bien creo que el poeta debe presentar al colectivo algo que lo justifique como tal, es claro que esto no sólo es satisfecho a cabalidad por el libro, sino también por la plaqueta, la revista, el periódico, el recital, la web, etc.; es decir, la evidencia es la publicación en sí misma, mas no el soporte material en que esta se concreta. La publicación, en general, representa la única prueba tangible que legitima al poeta ante el colectivo. En este sentido el recital, por su propia naturaleza, sería la publicación de soporte físico más volátil (aunque irrefutable para los que lo oyeron); mientras que el libro, sería la publicación más duradera; lo cual lo convierte en la evidencia, en el legitimador ideales, en la credencial idónea, aunque no única, del poeta; esto explica al libro como objeto literario por antonomasia que discrimina entre poetas y no poetas, en desmedro de la web, de la plaqueta, del periódico, etc.; invita/induce a los egos deformados y a los desprevenidos olvidar que no es el libro quien legitima al poeta, que no es el libro la única credencial del poeta, que la credencial natural y primigenia es la publicación misma, y que la publicación carece del poder mágico de insuflar calidad poética al contenido publicado (ni lo mejora ni lo empeora, lo deja intacto); que la publicación, después de todo, credencial o no, sólo cumple con su afán de perennizar y/o masificar un texto, simplemente

Sunday, May 15, 2011

La inversión del éxito y/o fracaso

¿Si un drogadicto consigue droga, será un exitoso o un fracasado? ¿Para qué persona normal este drogadicto no sería un fracasado? ¿Para nadie, verdad? Entonces permítame preguntar: ¿cómo es posible que alguien que logra lo que quiere resulta siendo un fracasado?

En un proceso de observación serio el observador deja de lado todos sus prejuicios. No manipula al objeto para que se comporte de modo tal que se cumplan sus objetivos –expectativas- personales. El observador describe –analiza- al objeto tal y como el objeto se comporta aunque dicho comportamiento resulte completamente reñido con lo que él espera(ba). No es el observador quien valida al objeto sino el objeto mismo vía el experimento. En nuestro caso, el que una persona normal espere que el drogadicto no compre droga no tiene nada que ver con lo que el drogadicto haga. Puede esperar que el drogadicto no compre droga, pero hasta ahí nomás deben llegar sus anhelos. El drogadicto resulta un fracasado por que el observador no ha renunciado a sus expectativas, es decir su juicio es prejuiciado: que no alcance la droga; expectativa que además es opuesta con la del objeto. Por tanto desde el punto de vista del objeto, que es lo razonable y correcto, irónicamente el drogadicto resulta siendo exitoso. Eh ahí el problema: el observador ha perdido la perspectiva, y ha cambiado la naturaleza propia del objeto por la que él mismo anhela.

¿Es razonable evaluar a un drogadicto en función a objetivos que no sean los suyos?
¿No sería acaso como coger a pedradas a una gallina por que no pone huevos de pato? ¿No sería acaso como pedirle peras al olmo?

No podemos reclamar como deuda una deuda que no se ha contraído. Tampoco se puede reprochar el no haber llegado a la cima cuando se propuso llegar a medio camino. El drogadicto es un exitoso desde su punto de vista y desde el punto de vista de cualquier buen drogadicto. Donde un buen drogadicto es un drogadicto que se droga como debe ser. No es ironía, lo que sucede es que el observador ha perdido por completo la perspectiva: emite un juicio valorativo respecto al drogadicto basándose en sus propios objetivos, y no en los objetivos del drogadicto como debería. Juzgar al otro sobre la base de nuestros propios objetivos es condenarlo a priori al fracaso, más aún si los objetivos del observador y del objeto están reñidos. Juzgar al otro de esta manera solapa cierto arrebato de intolerancia y/o superioridad dogmática.

Cuando los objetivos del observador y del objeto son reñidos (como los de un hijo drogadicto y los de un padre ejemplar) y el observador pierde la perspectiva (juzga al objeto bajo sus propios objetivos) el éxito del objeto, inevitablemente, implica el fracaso del observador, y viceversa. Bajo estas condiciones el éxito -el fracaso- simplemente se invierte.

Friday, April 15, 2011

Las mayorías democráticas...

El que la mayoría respalde una opción no implica que esta opción sea la más favorable, la mas idónea. Tampoco implica que la mayoría goce de superioridad racional. El respaldo mayoritario es el factor numérico que echa andar el mundo cuando este se atasca ante algún dilema; es el factor numérico que discrimina a favor de una de las alternativas existentes, simplemente. La lógica es sencilla: es necesario elegir entra A, B, C, etc., para que el mundo se eche a rodar, se desatasque; ahí es cuando aparecen las mayorías democráticas, ahí es cuando la existencia de las mayorías adquiere justificación.

La toma de decisión colectiva, democrática, es un eufemismo que solapa y justifica la exclusión de las minorías; y prioriza, entrona, la voluntad de las mayorías. Es así como estas últimas dimanan monopolizando el devenir histórico y el “derecho a acertar o errar”. Pero, claro está, las mayorías no monopolizan la razón, ni los aciertos, ni la lucidez; como tampoco las minorías desplazadas monopolizan la sin razón, los errores, la miopía. La mayoría legitima una opción mas no le otorga calidad

Si bien las mayorías desatoran el devenir histórico eligiendo la ruta a seguir, ahí mismo acaban sus grandes facultades. Pues las mayorías son completamente excluidas de la ejecución, concreción y construcción de dichas rutas. Esta responsabilidad recae en las minorías ejecutoras, no en las minorías excluidas, si no en las minorías de de elite, de quienes depende por completo el estado final de la ruta. ¿Eso es democracia, decidir por una ruta para que otros las concreten? En este sentido las minorías excluidas sólo han de envidiarle a las mayorías el no ser un número más grande; detalle que las condena a una postergación sistemática y constante. ¿Por qué no son las minorías desplazadas las que desatoren el mundo? ¿Acaso las minorías desplazadas no tienen derecho a errar o acertar? Un número no debería negar este derecho, pero sí lo hace.

¿Pero realmente las mayorías democráticas deciden el devenir histórico?: sí, pero sólo aparentemente. Esto es lo que se ve en el escenario, es el montaje formal. Tras bastidores son las minorías de elite quienes realmente deciden todo valiéndose de la parafernalia publicitaria y de las bondades de la psicología de masas. Las mayorías lamentablemente parecen ser altamente domesticables, razón por lo que inevitablemente sucumben ante las estrategias publicitarias. Las mayorías en ese sentido resultan ser sólo una conciencia extendida o proyectada de la conciencia de las minorías de elite. Su poder de decisión es un infeliz espejismo, una cruel y simple acción inducida, una ilusión.

Las minorías de elite deciden el devenir histórico valiéndose de su médium llamado las mayorías, y de su ponderada estrategia de (in/se/re/con)ducción llamada marketing. Las mayorías democráticas sufren la ubicua ilusión de decidir; claro, sin la posibilidad de poder descubrirlo, salvo raras excepciones. Las minorías desplazadas terminan convertidas en gritos y aleteos de rebeldía e indignación; exigen el derecho al error. Así, creo, quedan burdamente repartidos los roles sociales en un típico proceso (dizque) democrático.

Tuesday, March 15, 2011

La humildad en tiempos de competencia

¿Qué me demanda la humildad para alcanzarla?: ¡Callar mis virtudes! ¡Callar mis virtudes y sentarme a esperar que tú, algún día, las reconozcas! En una sociedad competitiva como la nuestra, la humildad no sólo resulta anticuada sino también tonta. La realidad me obliga a escoger entre ser no-humilde y ser tonto.

¿En una sociedad donde los hombres son competencia, donde los hombres se ven entre sí como obstáculos a los que hay que sortear de cualquier manera, es sensato esperar que tú reconozcas mis virtudes?: no es sensato, es tonto. Y peor aún, si mi meta es igual a la tuya y/o el camino para llegar a mi meta es igual al tuyo o bien se entrecruzan. Y peor aún, si acepto el dictado de la realidad: el modo más fácil y mas rápido, aunque por perverso no menos humano, para llegar a mi meta es exponiendo (y/o sobredimensionando) mis virtudes y ocultando (y/o minimizando) mis defectos, y exponiendo (y/o sobredimensionando) tus defectos y ocultando (y/o minimizando) tus virtudes. No hay camino más rápido, no hay camino más fácil y directo.

¿Por qué no te incomodas, por qué no me reprochas, por qué no me callas cuando expongo mis defectos?: No, ni te incomodas, ni me reprochas, ni me callas, más bien te acomodas en tu sitio y te prestas a escucharme con beneplácito; oigo, a través de tu silencio sádico y cómplice tu voz de aliento: no pares, sigue, sigue... Ni te incomodas, ni me reprochas, ni me callas, acaso porque mi discurso favorece y robustece tu embestida, reafirma mi fracaso, reafirma tu éxito. No hay que ser hipócritas: si somos competencia mis virtudes no te convienen como sí te convienen mis defectos. Entonces: ¿Si tú te esmeras en inflar mis defectos y minimizar mis virtudes, acaso no quedo yo y sólo yo para contrarrestar tu embestida? ¿Quién más que yo para gritar mis virtudes y callar mis defectos en nombre de mi propia sobrevivencia?

¿Por qué te incomodas, por qué me reprochas, por qué me callas cuando expongo mis virtudes? Y no sólo te incomodas, me reprochas y me callas, sino que encima me acusas y sermoneas hasta hacerme sentir un pobre diablo por pregonar mi lado bueno: pedante, vanidoso, soberbio…

¿Por qué decir mis virtudes es malo, mientras que callarlas es bueno? ¿Por qué callar mis virtudes es bueno, mientras que decirlas es malo? ¿Por qué esta actitud malvadamente asimétrica? ¿Por qué, si en un mundo donde tú y yo somos competencia, mi humildad resulta ser de tu absoluta conveniencia? ¿Por qué, sin en tiempos de competencia, mi humildad te alumbra, mientras a mi me oscurece? La humildad, en tiempos de competencia, sin lugar a duda, resulta una tara, un defecto, una cosa de tontos. La humildad en tiempos de competencia, sin lugar a dudas, es urgente redefinirla.

Saturday, February 26, 2011

Erase una vez un hombre pegado a un celular...

Una de las cosas que más me conmueve es verte caminando solo, por la calle, con el celular pegado a la oreja. Eso de caminando, es un decir, porque el sentimiento es el mismo si tienes el celular pegado a la oreja mientras estás sentado o parado. ¿Por qué me conmueve? Es que jamás había visto a la soledad caminar tan sola, con tanta frecuencia. Tú, con el celular pegado a la oreja eres la soledad en plena negación. ¿No es acaso patético hacerme creer, con ademanes, gestos y palabras incluidos, que no estás solo? ¿Desde cuándo el celular es sinónimo de compañía? ¿Desde cuándo el celular mata la soledad? ¿Desde cuándo el celular te da status? La compasión cede paso a la indignación, a la rabia cuando te pegas al celular mientras yo camino solo a tu lado. ¿Por qué diantre permito que me faltes el respeto de esa manera? ¿Por qué diantre no te arrebato el celular, y lo estrello contra el piso? ¿Por qué no me doy mi lugar? ¿Por qué diantre no te mando a rodar? Pero sucede que me avergüenza tener que pedirte que notes mi existencia, me avergüenza tener que disputar un lugar en tu vida con un celular: ¡qué patético! Pero bueno, no me molesta que tengas celular y con él la posibilidad de poder comunicarte con tus amigos, lo que me molesta es que no recuerdes o no te des cuenta que la presencia de tu celular no te da derecho a postergarme, a hacerme caminar a tu lado solo como un bolso o un llavero. ¿Por qué has de priorizar al que está lejos y no a mí, que camina a tu lado? No lo mal entiendas, no digo/pido que no hables con los demás, sólo digo/pido que no debes postergarme, sólo te digo/pido que no me hagas caminar como un zonzo a tu lado. Eso me jode la existencia. Eso hace que odie a tu celular. Contesta, habla si quieres, pero jamás te olvides de que existo, de que camino a tu lado. ¿Qué crees que siento cuando camino a tu lado oyendo, obligado por las circunstancias, tu improvisada y cotidiana conversación, de la cual, obviamente, no formo parte? ¿No bastando con que me ignores, tengo que escuchar tus trivialidades, tus temas comunes? No te pases, quizá te perdonaría si tu conversación al menos tuviera rango de emergencia, de inusual, de rara, en suma, de impostergable. ¿Acaso crees que por estar conectado vía celular perteneces a un club cuyo privilegio consiste en postergarme? Estoy harto de caminar junto a ti, sin ti. Estoy harto de ser tu bolso, tu llavero, tu zapato. Y creo que en vez de caminar junto a ti voy a largarme lejos, y desde ahí, mientras veo la tele, mientras defeco sentado en el wáter, mientras me saco los mocos tirado bocarriba en la cama, voy a timbrarte; no sólo tengo la certeza de que captaré tu atención, sino que apreciaré más tu amistad y me llevaré de maravillas con tu celular. ¿Si ganaría tanto con largarme, porqué no lo hago? Quizá porque mi decisión, en el fondo, no soluciona el problema de a raíz; si bien es cierto yo dejaría de ser postergado, otro vendría a ocupar mi lugar. Y eso, no se lo deseo a nadie. Increíblemente, tú y tu celular sólo habrán cambiado de postergado. De ahí que lo justo sería que entiendas que camino a tu lado porque te estimo, y que por lo tanto merezco un poco de consideración. Urjo una disculpa de tu parte, urjo que me devuelvas mi lugar. Exijo un mejor lugar que tu llavero, exijo un mejor lugar que tu querido celular. ¿Es acaso mucho pedirte? Sólo espero tener un día el valor de decirte lo idiota que me siento caminar a tu lado; sólo espero tener un día el valor de decirte lo idiota que eres por no darte cuenta que me maltratas; sólo espero tener un día el valor de arrebatarte el celular y estrellarlo contra el piso, o quizá contra tu dura cabeza. Solo sé que si un día te enteras de esto, todo lo achacarás a mi complejo de inferioridad. Esa será tu excusa perfecta (y barata) para no torcer tu brazo, para no devolverme mi lugar. Entonces no me quedará más que caminar resignado a tu lado como un llavero o largarme bien lejos para olvidarte, o largarme bien lejos para al fin hablar contigo por celular, largo y tendido. No sabes las ganas que tengo de mandarte a la mierda. No sabes el hígado que soy mientras me postergas. No sabes las veces que me repregunto: ¿por qué carajo permito esto? No sabes lo horrible que me siento de saber que no basta con indignarme; pero ahí persisto, en aras de no ser un acomplejado, aunque sin dignidad, y de que no ser acusado de odiar a tu celular. Te pregunto por millonésima vez, en son de víctima: ¿quién merece más consideración, yo que he movido mi esqueleto entero para caminar a tu lado, o tu amigo que no ha movido un solo hueso por hacer lo mismo? ¿Crees que eres la envidia de todos porque hablas por celular?: Te da status, ¿no? ¿Crees que te ves lindo cuando finges hablar con alguien cuando en realidad no hay nadie al otro lado de la línea?: sólo por no hacerte sentir mal, te sigo la corriente; aunque a veces me dan ganas de confesártelo. ¿Crees que es bacán que finjas que hablas con alguien muy importante?: ridículo, arribista. Recuerdo aquel amigo que jactábase de tener amigos en el congreso de la república. Cómo inflaba el pecho, hasta que le espeté en la cara los robaluz, los come pollos, los lava pies, los mata perro, etc. que integran el prestigioso congreso de la república. Si yo tuviera un amigo en el congreso o lo callaría o lo confesaría con consternación y vergüenza. ¿Crees que te ves lindo haciendo muecas, ademanes, lanzado risas o gritos al aire a vista y paciencia de medio mundo?: si pudieras filmarte, y luego verte, sentadito en tu mueble, te darías cuenta que el chavo del ocho te queda chiquito. ¿Crees que te ves lindo pasando el celular de la oreja a la boca y viceversa?: idiota, doblemente idiota. Una, por hacer aquel patético movimiento; y dos, por suponer que el fabricante de celulares es tan idiota como (tú) para crear un celular cada vez más y más diminuto que no capta la voz si no hicieras aquellos movimientos tontos. ¿Qué lo haces por monería, por sacar cachita? Bueno, eso se llama idiotez camuflada, simplemente. ¿Crees que es divertido llamar y llamar a tus amigos que figuran en tu directorio?: recuerdo que cierto amigo el día de su cumpleaños en vista de que nadie llamaba a saludarlo, él los llamaba uno a uno para decirles más o menos lo siguiente: hola, te llamo para que me saludes; te recuerdo que hoy es mi cumpleaños. ¿Crees que es inteligente tener un celular carísimo que tiene de todo, pero que sólo lo usas para hacer lo que harías perfectamente con un celular de S/. 69, por ejemplo?: no eres más que un filántropo convicto y confeso de las grandes compañías de teléfonos. Recuerdo a cierto amigo mostrándome su reloj que le había costado miles de soles porque dizque el reloj podía estar a 20 o 30 metros bajo la superficie del agua sin malograrse. Lejos de felicitarlo, o mostrarme admirado, como él seguramente esperaba, no se me ocurrió mejor idea, sin ánimo de ser aguafiestas, que preguntarle: ¿y cuándo carajo vas a estar a 30 metros bajo el agua? Supongo que SENAMI ha pronosticado un diluvio, o algo por el estilo. ¿Crees que es inteligente hablar por celular mientras manejas tu carro, tu mototaxi, tu bicicleta?: eres el chofer favorito, y por tanto acaloradamente aplaudido por las funerarias, por los talleres mecánicos, por las clínicas, por los hospitales. ¿Crees que es justo que tu celular timbre a cada rato mientras dictas clase?: hum, pésimo docente, aparte de conchudo; lo más seguro es que has prohibido el uso de celular a tus sufridos estudiantes. ¿Crees que es justo hablar por celular mientras tus estudiantes exponen?: ofensivo; yo de tu alumno, suavecito nomás me instalo de nuevo en a mi sitio. ¿Crees que es divertido viajar contigo teniéndote como compañero de asiento?: desastroso; sumaría a mi equipaje de mano un par de tampones; aunque pensándolo bien, lo más justo sería llevar cinta de embalaje para taparte el hocico. ¿Crees que es bonito ver que tu enamorada, por ejemplo, te llama cada dos minutos con achaques de amor?: simplemente saco, saquísimo, pisao; tu celular opera como un preciso dispositivo de sumisión y control, simboliza el ocaso de tu libertad; no te resistas, que pronto tu libertad será ultimada por la complicidad del inefable GPS. ¿Crees que…? Primero soy yo, después tu celular, ¿me entiendes? No, no entiendes, sino ¿por qué diantre mientras hago mi cola en el banco, por ejemplo, esperando mi turno, y tu teléfono timbra, automáticamente me postergas? Mientras sigo parado ahí, frente a tu escritorio, esperando mi turno, soy testigo privilegiado de cómo el cliente al teléfono, en absoluta complicidad contigo, usurpa telefónicamente y descaradamente mi lugar en la cola. ¿Por qué el cliente al teléfono, quien no ha movido su esqueleto hasta el banco y ni siquiera ha hecho la (aburrida) cola, etc. es atendido antes que yo? ¿Es justo? No, no es justo; pero no tengo el valor de alzar mi voz de protesta. Mi silencio avala un acuerdo tácito y oculto: un tipo con teléfono es más importante que uno sin teléfono. Quisiera que sepas que no dudo de la importancia del celular, soy consciente de que ha permitido que te conectes con los que están ausentes, ha permitido que tu mundo se achique. Pero claro, a costas de alejarte de mí. Tu celular no debería servir para que me lastimes, no debería, pero lo hace. Aunque en realidad no es tu celular quien me lastima sino tú, con el lugar equívoco que le has prodigado. ¿Sabes?, lo que más me asusta de tu celular es ver cómo priorizas a los seres lejanos y ausentes en desmedro de los presentes y cercanos. No permitas, por favor, que el celular nos aleje más; que por lo menos nos deje como estábamos antes de que se instalara en tu oreja. Me avergüenza, pero te confieso, a veces ruego que los científicos de una vez por todas confirmen que el uso prolongado de celular causa cáncer cerebral para que de una vez por todas abandones tu celular y volteas tu atención hacia mí; pero no será así: ¿acaso la certeza científica de que el cigarrillo, por ejemplo, causa cáncer, ha convencido a los fumadores que dejen de fumar?; pero no será así, el celular seguirá de vez en cuando causando enajenamiento, soledad, postergación, enfriando el corazón, nublando el pensamiento; pero no será así, ya no hay vuelta atrás. El celular, o la idiotez en movimiento. El celular, adminículo que no sólo acerca a los que están lejos, sino que de vez en cuando aleja a los que están cerca. Adiós, adiós, otro día prosigo con mi perorata; mi amigo ha terminado de hablar por celular, justo al pie del semáforo; ha volteado toda su humanidad hacia mí. Advierto que es de noche, y que mi amigo es inmensamente feliz. Por mi costado pasan muchos seres con la oreja pegada al celular; mientras muchos otros, como yo, no hacen sino soportar su indignante rol de llavero, estoicamente. A lo lejos retumba la bocina del tren.

Tuesday, January 18, 2011

Obras malas, títulos buenos...

Una de las cosas más difíciles que me ha resultado en mi proceso de creación poético es colocarle nombre a mis poemas, cosa que no me sucede mucho con mi proceso de creación narrativo. Esto ha hecho que mis poemas terminen careciendo de un título convencional y terminen poseyendo simplemente una etiqueta: un número arábigo, romano; o una letra; o algo por el estilo. Por tanto, eso de que mis poemas tengan una letra o un número como título no es más que la evidencia concreta de mi poca o nula pericia en el oficio de poner títulos. Sí, porque creo que poner títulos es un arte en sí mismo, un arte cuyo resultado oscila en un intervalo de valores que va desde una obra malísima que ostenta un título malísimo hasta una obra buenísima que ostenta un título buenísimo. Otras posibilidades, por ejemplo, serían: obra malísima, título buenísimo; obra buenísima, título malísimo; etc. Y esta posibilidad combinatoria entre titulo y obra es algo que me ha intrigado desde hace buen tiempo. Por ejemplo, Todas las Sangres y Trilce, son dos títulos que han escapado a la gravedad de la obra en sí, sin importar si esto ha sucedido por su valor sociológico o poético. Son títulos que habiendo nacido como tales se han convertido en nombre de asociaciones, en nombre de grupos musicales, en nombre de colegios, en nombre de academias, etc. Son títulos que han dejado de ser simples títulos para pasar a formar parte de argot colectivo. Todas las Sangres me parece un título bello, con una fuerza increíble, que además describe de manera insuperable nuestra condición de mestizos, simboliza la igualdad, el colectivo; leer el sustantivo innumerable sangre pluralizado resulta simplemente bello. Trilce, sustenta su reinado en el misterio que rodea a su origen, al sonido suave, nostálgico y antiguo que exige cuando es leído en voz alta. Y por supuesto, sería deshonesto no decirlo, estos títulos han contado con la suerte de ser hijos de dos autores importantísimos del parnaso literario peruano, de dos autores de culto. ¿Si estas dos obras, con la edad que tienen, no hubieran sido de dos gigantes de la literatura peruana hubieran calado hondo?

Un título con buena estrella sería un título al menos poéticamente bueno, de una obra al menos buena, de un autor al menos conocido. Claro, desde el punto de vista purista del arte, debería bastar con lo primero; pero sucede que eso no bastaría para calar en el colectivo.

Si bien he nombrado títulos de José María Arguedas y de César Vallejo, dos vacas sagradas (y muertas) de la literatura peruana, nombro a La miseria y el hambre, y Un poco de aire en una boca impura, títulos de los poemarios de los poetas y amigos (vivos, aún, para suerte) Antonio Escobar y Ricardo Ayllón, respectivamente; nombro a El Asno que voló a la luna, título del libro de cuentos del escritor Cromwell Jara. O nombro a Te besaré toda la vida, título de la obra de teatro del puertorriqueño José Luis Figueroa, que aunque al comienzo me sonaba algo cursi, luego me resultó simplemente hermoso. Quizá, a modo de simple ejercicio y/o polémica (por lo subjetivo y espinoso del asunto) sería interesante rescatar del olvido aquellos títulos bellos de la literatura peruana. La idea es intercambiar títulos e ideas y tratar de llegar a un ¿(im)posible? consenso. Yo, por ejemplo, tengo una lista encabezada por mi título favorito: Todas las sangres, salvo mejor/peor parecer y/o mejor/peor gusto.

Obviamente una obra debe llevar un título. ¿Pero a qué obedece dicho título? En mi caso, como dije, me es casi imposible, si no imposible, ponerle título a mis poemas, al igual que a mis poemarios. Tengo poemarios escritos hace años y aún sigo buscándoles título. Sé que el título es necesario, pues de algún modo hay que identificar y referenciar a una obra, de algún modo hay que llamarla, en aras del (des)orden. Que si el título tenía que ver con el contenido de la obra y no sé qué ocho cuartos más ya no es del todo cierto, sino recuerden a Trilce. El título es simplemente un rótulo, una etiqueta que identifica a cierta obra. ¿Y qué sucede, por ejemplo, con el título de una obra desde el punto de vista de un editor? ¿O simplemente, qué sucede si se piensa en el mercado? Porque claro, aquello de que yo escribo para mí y nada más que para mí, ya es un cuento bien pasado de moda, un cuento que a nadie se le (debe) cree(r); y más si se publica, ¿no? (¿si no quieres que te lean por qué carajo publicas?) En el mercado un título bueno, léase bello, podría confundirse con un título marketero (y se haga la errónea asociación: bello=marketero), un título que engancha, un título impactante, un título que rompa el ojo al cliente, digo lector. Pero claro, podría suceder, ¿por qué no?, en aras de un equilibrio calidad mercantil-calidad artística, de que un título bello sea también marketero; un título bello y marketero, ¿por qué no? ¿Acaso no es un sueño, de todo aquel que publica, que lo lea medio mundo? Hipócrita el que publica y se desvive por hacer creer a los demás que no le importa si lo leen o no. Yo, cuando me entero que alguien anda diciendo ahí que no le importa si lo leen o no, simplemente no lo leo; ¿con qué derecho habría que hacer algo en contra de la voluntad ajena?

Finalmente, ya que el morbo mueve multitudes, me pregunto (y te pregunto) por aquellos títulos buen(ísim)os endosados a obras mal(ísim)as. O simplemente me pregunto por aquellos títulos buen(ísim)os o mal(ísim)os en sí mismos (purismo literario), sin importar un pepino si la obra que los ostenta es buen(ísim)a o es mal(ísim)as; me pregunto, por qué no, por aquellos títulos bellos y/o marketeros.