La ignorancia, es por antonomasia, el estado natural del hombre: nacemos ignorantes, apenas provistos de un conocimiento primitivo (o intuitivo). La ignorancia nos viene de fábrica, por lo tanto de fábrica también nos ha de venir el afán de querer asesinarla en el transcurso de nuestra existencia. Es irónico que vengamos de fábrica con algo que está condenado a sufrir nuestro eterno rechazo: hasta el último segundo de vida nos esforzaremos por negar, ocultar, solapar, ahuyentar o asesinar (como fin supremo) nuestra ignorancia. La ignorancia, o la ausencia de conocimiento, que es lo mismo, se volverá contra nosotros, lamentablemente, si no hacemos nada por derrotarla y/o derrocarla. El protagonismo, la relevancia de la ignorancia en la vida de una persona es inversamente proporcional al esfuerzo que esta persona invierte en aprender. La ignorancia es una enfermedad que sólo se mata con conocimiento.
El error es inherente al proceso de aprendizaje; es decir, el error es inherente, natural, al proceso de asesinato de la ignorancia. Tonto de aquel que aprende sin errores, y doblemente tonto si se alegra por ello. Ignora lo que se pierde; ignora que más se aprende corrigiendo (si no pregúntenle a los buenos escritores); ignora que aprender sin errores es como tragarse una cereza sin haberla masticado. Por cierto, mi intención no es hacer una apología al error, pero sí un merecido reconocimiento. No hay duda de que cuando se aprende errando, o se mata la ignorancia errando, que es lo mismo, el aprendizaje resulta más profundo, más significativo. Yo, personalmente, cuando aprendo algo sin equivocarme (cosa que raramente sucede) no me siento tranquilo, ni mucho menos inflo el pecho. Y termino, repitiendo el proceso, una y otra vez, metiendo la pata adrede, provocando, azuzando al error; o abordando el proceso desde perspectivas distintas, o jugueteando con las condiciones iniciales del problema, etc. Aprender a matar el error cuando este aparece es parte imprescindible del proceso de aprendizaje. Recordemos que resulta fácil cometer un error (cualquiera puede hacerlo), pero resulta difícil (y gratificante) superarlo. He ahí, la trascendencia del error, he ahí que el error deja ser un estigma negativo e indeseable. El único riesgo peligroso que se corre bajo esta mirada positiv(a/ista) del error es que terminemos mal acostumbrándonos a su presencia. Un riesgo a correr, sin lugar a dudas. Sólo queda esperar que sean pocos los que sucumben ante la amenaza del error, y muchos los que le sacan provecho. Ojala sólo sean unos cuantos los que se justifiquen diciendo que errando se aprende, cuando en realidad son presas absolutas del error. Una cosa es que aprendamos a controlar y sacarle provecho al error, y otra muy distinta, y poco deseable, es que el error termine siendo una excusa barata que impida el proceso de asesinato de la ignorancia, o de aprendizaje, que es lo mismo.