Antonio Escobar según mi frágil memoria
No recuerdo exactamente cuándo empecé a frecuentarlo y hacerme su amigo; pero tuvo que ser a inicios de los 90, cuando yo ya estudiaba en la universidad. Una de las primeras acciones que hicimos juntos, sino la primera, fue fundar la Asociación Cultural Pachamama (1992), cuya finalidad era fomentar actividades culturales en bien de Semán; las reuniones se llevaban a cabo en la sala de mi casa. De esta asociación, de corta vida, salió, bajo mi responsabilidad, el boletín informativo “Pachamama”; yo recopilaba y revisaba los textos de los jóvenes colaboradores, que luego llevaba a la casa de Antonio para que los pasara a máquina de escribir; pues, Antonio tipeaba a la velocidad del sonido, mientras iba atrapando los gazapos que se me habían escapado. Entonces lo imaginaba, tipeando a la sombra de la noche, en esténcil, mientras Semán dormía, los poemas, cuentos, ensayos, etc., de los diversos escritores; y, luego, reproduciendo del conjunto bajo el nombre Runakay en el mimeógrafo “prestado” de la cooperativa; un “prestado” que en otras circunstancias habría significado una afrenta imperdonable. Me lo imaginaba compaginando, encuadernando, con alguna gota de sudor cayéndole de la frente, y, luego, repartiendo el producto de papel, con la fe puesta en la lectura, por todo el Perú y parte del extranjero. Imaginaba fascinado cómo una revista parida con carencias, pero con amor, en cuyas páginas publicaban escritores de renombre, así como escritores que luego lo serían, logró llegar a la edición número 20, incluyendo sus 63 separatas, y a esparcirse vigorosamente desde un pequeño pueblo clavado como lunar en el arrozal. Mi imaginación se truncaba cuando Antonio concluía de tipear el humilde Pachamama. “Listo, loco”. Se publicaron solo cinco números de este boletín, los cuales solo viven en el recuerdo. Ah, imagino ahora que por aquel tiempo Antonio seguramente sacó una botellita de claro jequetepecano, ese néctar madurado bajo tierra, e hicimos un brindis, que rompería el hielo etílico y abriría ese espacio sagrado que se ensancharía con los años.
El año
1993 se instaló en Semán la novísima Universidad Juan XXIII. El promotor, el
párroco Fernando Rojas Morey, buscaba un terreno, un lugar donde ésta podría
funcionar. Cuando la inquietud llegó a oídos de Antonio, éste, con la
convicción de que una universidad convierte al lugar donde se instala en un
polo de desarrollo, sin pensarlo dos veces, gestionó para que la universidad funcionara
en los ambientes del otrora taller de la cooperativa. Ya con los ambientes
adaptados, el año 1994 se abrió el primer ciclo de preparación
preuniversitario, en el cual participé como docente; pues, Antonio Escobar, sabiendo
que yo estaba en Semán debido a la huelga que atravesaba la UNT, donde cursaba
el sétimo ciclo de física, me recomendó. Los sábados, al mediodía, luego de que
finalizaban las clases, la plana docente, casi en pleno, terminaba en la casa huerta
de Antonio, donde compartíamos un pato o una gallina guisados; unas cervecitas
heladas, un clarito macerado y, sobre todo, buena conversa y música en vivo al
rumor de los mangos y ciruelos. La universidad, aunque funcionó varios ciclos,
mientras luchaba por el reconocimiento del estado, este jamás llegó; fue así
como Semán vio esfumarse la oportunidad de desarrollo de su vida.
El año 1994,
Antonio concreta su pasión por la décima espinela y publica su poemario “Remanso
de amor”. Esta pasión lo llevó a coordinar con César Huapaya, presidente de
la Asociación de Decimistas del Perú por aquel entonces, para que el Encuentro Nacional
de Decimistas que se venía realizando en Lima, se descentralizara y se trajera
a Guadalupe; y fue como en plena feria
de la Virgen, arribaron a Guadalupe los más importantes cultores de la décima de
pie forzado del país; recuerdo, por mencionar algunos, a Antonio Cavero Tirado, Raúl Ramírez Soto,
Blanca Nava, Antonio Silva García, Javier Valera de la Cuadra; este último un
gran repentista. Por entonces yo había pergeñado algunas décimas en estricto secreto, incluso
ni a Antonio Escobar se lo había contado; y lo recuerdo bien porque durante el
encuentro, extraoficialmente, me sucedió algo inolvidable y curioso: aprovechando
que los decimistas tomaban un café en “El Velásquez”, me acerqué con prudencia
lo más que pude a la mesa; y ahí esperé hasta que alguno de los decimistas notara
mi presencia; ni bien esto ocurrió le hice señas y balbuceé: “un momentito,
por favor”; cuando la tuve frente a mí, tras saludarla, le dije que me
gustaría que me diera su opinión sobre una de mis décimas que había escrito. Apenas aceptó, le alcancé
el papel que sostenía en la mano; leyó con cuidado, y al minuto me dijo: joven,
su décima tiene once versos. No recuerdo si la anécdota se la conté a Antonio en
algún momento; y si se la conté tuvo que ser entre sorbos de cerveza, por
aquello de adquirir valor y sobreponerme a la vergüenza que había sentido.
A
veces, con el aura que tenía Antonio, y las dos décadas de años que me llevaba,
me parecía mentira que fuéramos amigos. Los fines de semana cuando volvía de
Trujillo, o cuando estaba de vacaciones, casi todas las tardes iba a verlo a su
casa. Y ahí, bajo la copa del mango, mientras
tomábamos una cerveza o un clarito, conversábamos largas horas de literatura;
también de la vida. A veces solo conversábamos, mientras Antonio chapoteaba la
tierra de su huerta trasera. Esta amistad me dio ánimos para pedirle prestada
su biblioteca. Cada que la veía repleta de libros y revistas ordenados en
estantes infinitos de madera, más diminuta veía a mi biblioteca conformada por el
puñado de libros adquiridos en el bazar suelo, en Trujillo. Y fue así cómo,
tras su venia, me llevaba los libros y/o las revistas de tres en tres o de
cuatro en cuatro a mi casa, donde los leía con emoción; ni bien los terminaba,
los devolvía; y, entonces repetía la faena…; recuerdo que cruzaba con orgullo
la pampa de polvo, que separaba nuestras casas, con mi hato de libros bajo el
brazo; ah, y las lecturas del suplemento “Caballo Rojo” del diario
Marca. En aquellas tardes, de cuando en cuando, interrumpía la conversa y acosaba
a Antonio con mi estribillo: “Antonio, yo escribo”, mientras él,
seguramente, me daba ánimos con un “A ver, enséñame”. Tardé en tomar el ánimo necesario y en aceptar
que pudiera decirme que mis poemas eran paja, polvo, vano. Caía la noche, en el
comedor de mi casa, recuerdo; tomábamos una cerveza a la luz de la lámpara de
kerosene, cuando en un descuido fugué a mi cuarto, escogí un poema, volví y le
dije: “lee”, estirando mi mano. Leyó en silencio, sus lentes gruesos reverberaban
la luz taciturna y su perfil lucía más montañoso que de costumbre; luego, simplemente
me dijo: “Loco, tienes leña”. Y desde entonces empezamos a mostrarnos
nuestros textos inéditos, a compartir apreciaciones y críticas. Así yo tuve el
privilegio de leer en borrador, por ejemplo, Universos de ternura y Cantar
de cima.
Como no
todo era libros, sino que la luz era necesaria para poder leerlos por las
noches, Antonio asume la presidencia de un comité pro-electrificación de Semán
que existía desde el año 1994. Fue la condición que puso el ingeniero Fernando
Quiroz para echar andar el proyecto. En realidad, cuando Semán era cooperativa,
había tenido luz eléctrica solo algunas horas por la noche; y, algunas otras de
yapa por el día, cuando el ingenio Santa Rosa estaba en temporada de pilado de arroz,
las únicas horas que subsistieron a la parcelación (1986). Aunque yo no fui
parte del comité, oficialmente; sí lo fui en la práctica. Recuerdo lo difícil
que fue “convencer” a la gente de lo beneficioso del alumbrado eléctrico. Tuvimos
que “luchar” duro con Antonio, su familia, Luis Alaya, entre otros, para
recolectar la cantidad de firmas que exigía HIDRANDINA. Parece increíble, pero mucha
gente se oponía al proyecto; pues un grupo al que no les agradábamos, les
envenenó el alma. Cómo olvidar a la vecina que enojadísima nos dijo que jamás
firmaría: ¡Yo no necesito luz eléctrica, con mis lámparas de kerosene me
basta!; y acto seguido nos tiró la puerta en la cara. Fue en noviembre de 1998,
cuando Antonio me contó, emocionado, que en Semán la luz al fin se había
encendido: Loco, se acabaron las lámparas y los candiles; yo ya tenía 9
meses viviendo en Puerto Rico.
Era el año
1996 y Antonio Escobar, imparable, realizaba en Guadalupe los “Jueves
Literarios”. Gracias a esos eventos desfilaron, ante mi asombro, escritores
como Juan Paredes Carbonell, Juan Félix Cortés, Santiago Aguilar, Rogelio
Gallardo, Max Dextre, Carlos Sánchez Vega, etc. Yo los miraba con respeto desde
el palco de platea. También desfilaron, como si de rockstars se trataran, los
jóvenes escritores David Novoa, Miguel Ángel Pajares, Luis Cabrera Vigo y
Duncan Cedano; en su recital, me colé, no como poeta, claro, porque aún no
salía del closet literario, sino como cantautor: acompañado de mi guitarra canté
Nostalgia y Tierra Milenaria. Entonces imaginé a Antonio, allá
por el año 1986 cuando yo cursaba el último año de secundaria ajeno a la
movida, en los ajetreos del I Encuentro Nacional de Escritores, evento que puso
a Guadalupe en el ojo de la noticia; imaginé derramando literatura a Jesús
Cabel, Andrés Díaz Núñez, Gonzalo Pantigoso, Bethoven Medina… ah, y a Eduardo González Víaña,
quien según me contaba siempre Antonio, emocionado, fue su profesor en la
secundaria, quien lo enamoró más de la poesía: era un profesor fuera de
serie, leíamos con él buena literatura, y no en el aula, sino en el patio
o a orillas del mar; era un locazo. Este
ambiente culturoso hizo, quizá, que mis ganas de sacar mis poemas a la calle, al
ojo público, se alborotasen. Para suerte mía, Eileen Newton, ciudadana
norteamericana que apoyaba a la MDG, y sabía de mi pasión subrepticia por la
creación literaria, en octubre me ofreció publicar mi poemario Cantata al trío heroico en humilde plaqueta.
Se imprimieron 250 ejemplares, los cuales se repartieron en la semana jubilar de
Los Hermanos Albújar y Guarniz. “Cantata al trío heroico”, mi primera
publicación y que años más tarde renombraría como “Cantata al silencio”,
vio la luz con el prólogo de un tal Siul Barcoes, seudónimo que, si se lee de
derecha a izquierda, dice: Escobar Luis; que no es sino Luis Antonio Escobar y
Mendívez; ese “y” es mío, nacido de la confianza que nos teníamos. Eso sí,
cuando yo lo llamaba así, él invariablemente retrucaba con un Robert de la Jara
y Uretra.
En el
verano del año 1997, con Antonio frecuentamos Pacasmayo y San Pedro por
cuestiones ligadas a la literatura. Una de las reuniones memorables se dio
después de la ceremonia de premiación realizada por la municipalidad de
Pacasmayo; doña Noemí Arana, esposa de Antonio, había ganado el primer puesto
en cuento; yo, creo, el segundo en poesía. Nos reunimos en el Club Rayo, entre
otros, Alíndor Terán, Víctor Gómez, Manuel Rodríguez, Fanny Mendoza, Oscar
Ventura, Víctor Terán, Antonio Escobar, Noemí Arana y Magdalena de la Fuente
(Gaviota), sobrina de NIXA, ya famosa por aquel entonces, quien se robó la
velada, recitando, y contando sus anécdotas. Los cuatro primeros estaban
relacionados al instituto pedagógico David Sánchez Infante, donde como un
reconocimiento al trabajo literario de Antonio se había creado el círculo
literario que llevaba su nombre. A Víctor Terán lo había conocido un mes antes,
en circunstancias reivindicativas; sucede que a él que había ganado el primer
puesto en ajedrez y a mí, que había ganado el primer puesto en cuento, en San
Pedro de Lloc, nos fallaron con la parte económica que se estipulaba en las
bases del concurso; entonces alzamos nuestras voces de protesta en la radio, la
tv, el periódico; lo que no recuerdo es si acaso salimos airosos. En estas
circunstancias se lo presenté a Antonio, y desde entonces los tres hicimos
bohemia por un buen tiempo.
En
marzo del año 1997, conversando
con Antonio Escobar tomamos la decisión de rendirle un homenaje en vida a don
Alfonso Balarezo Carbajal, personaje guadalupano que hizo bastante por el
deporte y el periodismo deportivo locales; por entonces era, también, un referente
obligado de todo aquel que procuraba información histórica sobre Guadalupe. El
evento lo realizamos en el local del Club Unión. Se supone que sería el primero
de los reconocimientos en vida, y no en muerte, que organizaríamos; pero,
lamentablemente, fue también el último; bueno, lo fue hasta el año 2007. Compartíamos
unas cervezas en el bar "El Profe", en Guadalupe, cuando al
fin le solté la noticia que rondaba en mi cabeza desde hacía buen tiempo: Antonio, estoy pensado en organizarte un
homenaje. Bromeó que todavía no iba a morirse y que todavía era joven. Antonio tenía 61 años. Le expliqué que, si
bien la iniciativa era mía, las razones para homenajearlo eran de conocimiento colectivo
y, además, bien fundamentadas. Recuperado de la sorpresa, me dijo: “Bueno,
loquito, que así sea. Gracias”. Y la reunión se alargó más de lo acostumbrado;
emocionados, entre sorbos de cerveza y sinuosas columnas de humo, nos dedicamos
a estructurar la actividad, a afinar todos los pormenores. El homenaje en vida,
al cual asistieron más de 200 personas, entre público general, autoridades y
escritores, se realizó en el local del Tigres Club, el 14 de abril de 2007 en
el marco del aniversario de la fundación española de Guadalupe.
Si bien yo me sentía acompañado de Antonio Escobar, amical y
literariamente hablando, me perseguía otra idea de añeja data: debe haber otras
personas de mi edad, o quizá más jóvenes, escribiendo en Guadalupe; me gustaría
reunirlos. Era improbable, pensaba, que en un pueblo de 40000 habitantes yo
fuera el único que pergeñaba cuentos o poemas. La idea me empujó a buscar
nombres, pero no encontré ninguno; o no había “otros como yo” o se los había
devorado el anonimato. Cierto día de invierno le conté mi preocupación a
Antonio; ni bien concluí, para sorpresa mía, me dijo que hace poco había
llegado a buscarlo un joven guadalupano para mostrarle sus poemas y pedirle una
crítica. Haciendo memoria, me dijo: Víctor Campos, apunta. ¡No podía
creerlo! Emocionado, con la certeza de tener en los dedos la punta de la
madeja, salí en su búsqueda. No tardé en ubicarlo; y ya con él y la ayuda de la
retransmisora local de televisión, ubicamos a “otros como yo”, con quienes constituimos,
un 23 de setiembre de 1997, el Grupo Literario Namul. Quizá debido al común
denominador del grupo —escritores en ciernes, (cuasi) desconocidos—, recién a 16
años de su fundación, poco antes de su ocaso definitivo, Antonio Escobar fue
invitado a integrarse; aunque, en realidad, siempre había sido un namuliano por
su perenne contacto.
El año 1998, digamos que perdí un poco la cercanía con Antonio;
pues viajé a Puerto Rico. El celular y la Internet no eran aún de uso masivo;
no obstante, nos mantuvimos en contacto. Yo continué mis estudios de postrado y
mi trabajo literario por la Isla del Encanto, mientras Antonio continuó enamorándose
más de la décima y trabajando en lo suyo. Eso sí, cuando yo volvía de “visita”
a Perú, aprovechábamos para hacer alguna actividad, algún recital juntos, y así
fue hasta el 2006 en que dejé definitivamente el extranjero. Entonces nuestras tertulias se reanudaron,
pero en el bar “El Profe”, hasta el 2008 en que me fui a vivir a Lima
por motivos de trabajo.
En nuestras tertulias habíamos rememorado con Antonio tanto a
la revista Runakay y su impacto, que yo anhelaba haber sido parte de esa experiencia;
pero, tuve que resignarme, había llegado demasiado tarde. Lo más cerca que
estuve de recrear la experiencia sucedió el 2007, por lo menos así lo dicta la
evidencia. Guardo el correo electrónico de mi amigo y poeta puertorriqueño, Juanmanuel
Gonzáles Ríos, cuyo asunto dice: Colaboración para Runakay. Sucede que con
Antonio habíamos acordado relanzar la mítica revista, publicar un nuevo número.
Quizá planeábamos lanzarla en el marco de su homenaje en vida que se avecinaba,
habría sido la ocasión perfecta. Pero, si bien todo quedó en intento, la idea continuó
revoloteando largamente en nuestras cabezas; y lo sé porque guardo los correos
electrónicos que el 2014 envié a Antonio bajo el mismo asunto: Colaboración
para Runakay. Los archivos adjuntos contienen las colaboraciones literarias que
yo había solicitado a Jorge Luis Roncal, Elmer López Guevara, Juan Félix
Cortés, Darío Vásquez Saldaña, Luis Flores Prado, Teófilo Villacorta Cahuide, Grupo Literario Signos...
Por su parte Antonio había conseguido las colaboraciones de Juan Paredes
Carbonell, Saniel Lozano Alvarado, Gloria Mendoza Borda, Sabeli Ceballos
Franco (México), Rafael Ferrer Franco (México), Víctor Gómez, Julia Wong,
Marcela Guevara Luna (Ecuador). De esta experiencia inconclusa, quizá para
siempre, guardo con cariño un correo electrónico de Antonio, en el que me
adjuntó el primer machote digital de la nonata revista; ahí puedo leer, con
emoción, mi nombre formando parte del comité editorial. Habría sido, para mí,
un lujo.
Antonio Escobar, quien ya era famoso, ya era el profe, ya era
el poeta cuando llegué a Semán, poco a poco devino en un amable telón de fondo.
El poeta de La miseria y el hambre fungió en mi vida, sin proponérselo,
de compañero, de hombro, de motivador, de yunta etílica, de facilitador, de
crítico, de cómplice y de amigo. Por todo esto sé que siempre lo evocaré en su
hamaca, bajo la sombra del mango, a media tarde, dándole el abrazo infinito que
nunca le he dado, conversando sobre la musa que nos hizo trenza, degustando despaciosamente
una cervecita o un clarito; sí, porque podría decir sin lugar al equívoco que
Antonio Escobar y Mendívez, el poeta del surco, es la persona con quien más he bebido
en el mundo.
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