Monday, August 27, 2007

Poetas en la gloria...



El poeta gordo se despertó con el beso de su mujer. Chau, cholito. No te olvides de mis encargos. Chau corazón. Se limpió las legañas y cerró los ojos de nuevo. Estaba recobrando el sueño cuando timbraron a la puerta. Era el poeta flaco que venía a matar la mañana. Lo hizo pasar y le sirvió un café bien cargado. Si quieres entretenerte, allí está el periódico, le dijo. Tenía toda la intención de volver a la cama cuando sonó el teléfono. Llamada internacional le avisó la operadora. Sintió de inmediato ese aliento suspendido de las buenas noticias. Muchas gracias por avisarme, dijo y colgó. Después sonrío y puso la cara más risueña que tenía. Quiso saltar, bailar, gritar, pero se contuvo. No podía manifestar tanta alegría delante del poeta flaco. Su mujer merecía ser la primera en enterarse. En vivo y en directo. Por algo lo había mantenido todos estos años.

Ahíto de felicidad se metió a la ducha y salió vestido con su mejor tenida ¿Y hoy dónde almorzamos? preguntó con ánimo festivo. El poeta flaco dejó por un momento de hacer el crucigrama, sorbió el concho del café y se rebuscó los bolsillos. Ando aguja, hermano. De pronto los ojos pícaros del poeta gordo relampaguearon y se dirigieron hacia la guía telefónica, como si se le hubiera ocurrido una idea genial. Levantó el fono y discó. Buenos días, dijo con su vozarrón estruendoso. Somos del Universal, de la recién inaugurada página gourmet. Estamos haciendo una serie de reportajes sobre los mejores restaurantes de Lima. Quisiéramos saber si podríamos ir a almorzar hoy. Sí, somos tres personas. Gracias.

Una sonora carcajada cerró la conversación telefónica del poeta gordo. Nos ganamos. Encima hay un festival de comida novoandina. El poeta flaco se sobó las manos e imaginó la sorprendente mesa que le esperaba en la gloria. Unos whiskies para arrancar y hacerla larga. Etiqueta negra. Tomar azul como el presidente es una huachafería. Varias rondas, digo, para amenizar la tertulia y asegurar el decoro de las ideas. Porque no hay como comer en compañía de buenos argumentos y reflexiones sugerentes. De entrada unos rocotos rellenos de setas cusqueñas y coles de bruselas. Nunca repetir un tópico, que cada charla sea una invención, un acto creativo, un despliegue de imaginación. De fondo, un lomo de alpaca en salsa de funghi porcini. Jamás dejar la conversación en boca de un ignorante. A los postres mousse de frambuesas y lúcuma con chocolate bitter. Bienaventurado el que teniendo ideas claras las explaya con estilo y ponderación. Bienaventurado también el que no teniendo nada que decir, se abstiene de expresarlo con palabras. Y claro, un gran tinto riojano para asentar la carne. Podría ser un marqués de cáceres. Un navarro correas 1999. O un riscal. En los tres casos un maridaje de la gran puta.

¿Y a quién invitamos? se preguntaron los dos al unísono. ¿A alguna chica guapa y coquetona? No, si se entera mi mujer me cuelga. ¿A Polanco entonces? El poeta flaco lo llamó a su estudio pero adujo que estaba pintando como loco. Tengo que aprovechar la luz, hermano. Estoy preparando una muestra. Qué lástima. Ni que la luz se fuera a acabar. Momentos más tarde recordaron a Marco pero ahora estaba metido de pico y patas en la academia de la lengua y se había distanciado de sus amigos de juventud. ¿Y Arturo? Arturito vive lejísimos. En el culo del mundo. Solo viene de Chosica una vez a la semana. Y qué te parece si llamamos a Paco. No seas mierda, el pobre se está muriendo... Cavilaron y cavilaron y no se les ocurrió invitar a nadie más.

Ya son las once, dijo el poeta flaco mirando el rólex que había heredado de su padre. A las once todo buen caballero inglés llega al club y se dispara su primer escocés. ¿No tendrás un whiskicito para comenzar? A propósito, dijo remirando el calendario de su reloj. Hoy es 2 de noviembre, día de todos los muertos. Tenemos motivos de sobra. El poeta gordo fue a la cocina y volvió con un tacama a medio abrir y un trío de copas sujeto con los dedos. La tercera es para el finado, aclaró. Que vivan los muertos, cantó el poeta flaco emocionado. Salud poeta. Salud colega.

Yo creo que los poemas vienen escritos desde el más allá, dijo el poeta gordo que cultivaba una antigua afición por las ciencias ocultas. Luego contó de un poema suyo en alemán que escribió en una duermevela y recitó aquel otro que resultó estar en quechua, pese a que no dominaba ninguna de ambas lenguas. Lo profético y lo poético, se entrelazan siempre en el gran poema, pontificó antes de servir más vino en las copas y soplar la botella. Para casarme con la musa, añadió. Con Erato, digo, y bajarle su calzoncito rosado hasta verle la conchita de nácar.

Una nueva risotada inundó el pequeño departamento del edificio San Nicolás. El poeta gordo paladeó las últimas gotas de su copa y fue a la cocina por más trago. Encontró un espumante poblete que había quedado de la navidad y sin mucho asco lo descorchó. Cargó tres copas largas de champagne entre los dedos para seguir celebrando el día de difuntos. No está mal, dijo sorbiendo la espuma que se derramaba. A la salud de los muertos, volvió a cantar el poeta flaco.

Las muertes mas duras son las de los amigos que se fueron pronto, dijo con su voz bronca el poeta gordo. Un hilo de melancolía invadió su mirada alegre. Recordó en el acto a Javier, a Hernando, a Lucho. Y aparecieron unas ganas soberanas de conversar con ellos, de conocerlos más, para aprender sus más intrincados secretos poéticos. Y recordar los tiempos del patio de letras o las reuniones en la imprentita de Sologuren ¿Te imaginas si nos dictaran los poemas que no pudieron escribir porque la vida se les fue? No sería mala idea, dijo el poeta flaco. Ahora que Erato nos abandona por largas temporadas y se larga con los poetas jóvenes como una puta cualquiera.

La muerte eleva a los poetas jóvenes a una condición superior que los poetas que permanecen vivos no pueden alcanzar. Están en lo más alto del Parnaso. Son como dioses, sentenció el poeta gordo. Todos murieron antes de los cuarenta años: Jorge Manrique, Percy Shelley, el propio Byron, Rimbaud, Novalis, Bécquer, Miguel Hernández, García Lorca, Dylan Thomas, Valdelomar, Alejandra Pizarnik, Javier, Hernando, Lucho… Salud muchachos. Una gota de envidia cruzó la frente del poeta flaco y se depositó en su corazón. Esa gloria sólo es momentánea, comentó. Luego dijo que nadie le quitaba lo bailado. Que tenía una obra constante a lo largo de los últimos cuarenta años, que había viajado por todo el mundo y conocido a mucha gente notable. Y que había tirado, chupado y comido como pocos en el planeta tierra gracias a su condición de poeta. No como esos jóvenes vírgenes que sólo escribieron tres plaquetas y mancaron… Claro, en este país necesitas que te mueras para que te hagan los homenajes que te mereces. Pero bueno, ese es otro cuento.

Acabado el espumante quedó en la alacena una cachina iqueña de muy buen sabor y bouquet, según el poeta gordo. La compré en la última vendimia alcanzó a decir, antes de que el poeta flaco se acercara a servirse un vaso y trastabillara en el camino. Quizá la muerte nos iguale a todos, alcanzó a decir una vez que se levantó del traspié. Muertos todos, los jóvenes y los viejos deben bailar sólo con el pañuelo de su talento, de su obra y de su trayectoria. El veredicto de la historia ya no dependerá de cuestiones accesorias como cuántos años tenías al momento en que la pelona te pescó.

El poeta gordo abandonó la conversación y fue a cerrar las cortinas. La penumbra cayó bruscamente sobre el pequeño comedor. Habrá que comunicarse con los poetas muertos, añadió. Extrajo de la vitrina una tabla con el abecedario pintado encima, y una copa de cognac. No seas loco, censuró el poeta flaco. No te asustes, hermano, no pasa nada. Los muertos son más pacíficos que los vivos. Pon apenas dos yemas sobre la copa invertida y déjala llevar por fuerzas inescrutables que no son de este mundo. La voz grave y cavernosa del poeta gordo retumbó en el depa del San Nicolas. Vengan amigos poetas en este día de todos los muertos, acudan a este llamado. Capta con tu mente las poderosas ondas que trasmiten en el éter las almas de los poetas que en el mundo han sido. Concéntrate. La copa comenzó a bailar primero con sigilo. El poeta flaco se persignó y se encomendó todos los santos.

¿Quién eres? ¿Hay alguien aquí? repitió el poeta gordo. La copa se desbocó y comenzó a recorrer todo el tablero chirriando cada vez que invertía el sentido de su movimiento. El poeta flaco con su voz serena y metálica, deletreaba las palabras cada vez que el bólido de cristal se detenía imprevistamente sobre alguna vocal. Salud, escribió la copa. Una risa nerviosa sacudió el rostro espantado del poeta flaco. El poeta gordo salió corriendo a la cocina y encontró una botella sin nombre. La olió. Se cercioró de que no fuera lejía o algún disolvente químico. Se palpó la lengua con el dedo humedecido en ese incierto líquido. Me parece que es un siete raíces con chuchuhuasi, que dejó un amigo charapa que alojé hace poco. De la selva su energía. Sirvió tres vasos del brebaje y volvió a suspender los dedos sobre la copa invertida. ¿Pero cómo te llamas? inquirió a la presencia etérea. Todo movimiento cesó. La copa se inmovilizó durante algunos segundos. No quiere decir su nombre. Pregúntale otra cosa ¿Eres poeta? Sí, contestó la copa. Ambos rostros se iluminaron. ¿Nombre, razón o seña particular?

Si acaso me preguntan
dónde estuve.
y si insistentes, quieren
averiguar los sitios que he pisado,
les diré.
Tres meses son tres años,
tres años son tres días,
tres días son tres horas,
y en verdad, en verdad hablando
sólo salía a dar una vuelta
por el parque.

Yo creo que nos están dictando un poema. La copa atravesó las letras pintadas sobre la madera y rechinó hasta hacer crujir los tímpanos. A ver anda apuntando.

Y ya estoy aquí
Nada le ha pasado a nadie,
Yo sigo como siempre
Esperando el verano para maldecirlo.

Yo conozco ese poema, broder. Se lo oí recitar alguna vez en el Palermo. Una extraña neblina cubrió el recinto, las cortinas vibraron, el aire de la sala se vio sacudido por una tensión cósmica. Javier apareció de pronto como una espada en el aire, refulgente y afilada. Los pelos de los dos poetas se erizaron. Una mueca de pánico se dibujó en el rostro del poeta flaco. Sí, era él, con sus ojos lánguidos y a la vez profundos. Los 21 años que tenía cuando fue acribillado por los militares estaban congelados en su mirada limpia. La misma camisa de cuadros sobre un uniforme caqui. Grande, triste y melancólico. Javier, hermano de mi corazón. Cholo del alma. Los tres se apretaron con la fuerza de un abrazo incorpóreo. Tras algunos minutos detenidos alzaron sus copas y brindaron. Salud por el reencuentro. Salud.

¿Cuéntenme, qué pasó con ustedes? preguntó el recién aparecido. Soy profesor de san marcos, dijo el poeta flaco. Pero como siempre estamos en huelga casi no dicto. O sea que tengo harto tiempo para escribir, para vivir y para conversar con los amigos. Tú sabes, si no vivimos, no escribimos. Es cierto sentenció Javier con un aire hamletiano en la expresión. ¿Y tú querido gordo? Yo viví en Paris mucho tiempo y después volví a Lima y me dediqué a escribir la página esotérica de una revista, a fabricar horóscopos y a ganarme la vida con algunos cachuelos. Este país es una vaina, interrumpió el poeta flaco.

¿Y como es la gloria, Javier? ¿Qué se siente? Así nomás. No hay nada que hacer, hermano. Literalmente. Me la paso aburridísimo sin poder escribir nuevos poemas. ¿Es cierto que nadie te arrima de tu pedestal? Por una buena temporada. Pero ni la gloria es eterna. Sólo los muy grandes escapan a esta ley: Homero, Píndaro, Virgilio, Ovidio, Dante, Shakespeare, Quevedo, alguno más. ¿Se acordará alguien de ellos dentro de tres mil años? El poeta flaco sintió un extraño vacío en el esternón, que se parecía al hambre. Era la angustia del combate en vano.

Vamos a la gloria, es tardísimo, me muero de hambre, dijo el poeta flaco mirando su rólex. ¿Para qué? Si vengo de allí y no quiero volver. No, hombre. Tenemos una invitación para tres personas a un restaurante que se llama así. Acompáñanos, pliz. Es un gran festín novo andino, algo así como la nouvelle cuisine pero en versión chola. Javier se quedó en bolero pero igual los siguió. La luz del sol los encegueció por unos breves segundos.

Qué gloria ni que ocho cuartos. Vamos a pasear por Lima. No hermano, en la gloria nos esperan. ¿Tú crees? Nadie te espera allí, gordito. Ese es un círculo muy cerrado, un cenáculo de iluminados, una gavilla de inmortales. La selección es terrible. Nadie asegura que permanecerás allí mucho tiempo. Yo estuve un tiempo y me terminaron sacando. Una obra muy corta como mi vida, adujeron. La competencia es maldita. Por lo general se arman bandos. Los que tuvieron éxito, dinero y notoriedad en vida se enfrentan a los marginales, los disidentes, y los diferentes. Los viejos contra los jóvenes. La tradición versus la ruptura vanguardista. A propósito ¿existirá todavía el Cordano? Claro, cómo iba a morir. ¿Les conté que estuve allí el día que Martín Adán y Allen Ginsberg se conocieron? Cuando lo vio por primera vez, el poeta beatnik se tiró al suelo y comenzó a reverenciarlo. Oh, maestro. Oh, gloria viva de la lengua castellana. Es un honor para mí conocer al más grande poeta de América meridional. Obviamente lo dijo todo en inglés. Ya zafa, zafa, gringo bobo, replicó Martín Adán. Después se volvieron amigos, se acostaron y se escribieron poemas de amor que seguramente rompieron, agregó el poeta flaco.

Oscar Velarde, el dueño del local, los reconoció ni bien cruzaron el umbral de la gloria. Poetas, ingenieros del verso, operarios de la metáfora. Adelante. Llamó al maître y le dijo: Ubíquelos en la mejor mesa. Tráigales un trago mientras se desocupa alguna. Perdonen nomás tanto gentío. Instalados en la barra se decidieron por un coca sour. Te apuesto Javier que nunca lo has probado. Oye, Oscar ¿y cuando nos invitas a navegar en tu yate? interrumpió el poeta flaco. Porque si la memoria no me falla tú armabas unas cuchipandas del carajo en altamar. Óscar sintió la pegada pero salió airoso. Claro, salíamos con Julio Ramón, con Guillermo, y con Fernando. El siroco es una maravilla. Tiene 52 pies de eslora. Dos mástiles. Tres velas: La genoa, la mayor y la mesana. Los poetas ya sentían el bamboleo de las olas, la inclinación alterada de las verticales, la sensación de las tripas vacías y revueltas.

Las aguas. Javier en el acto revivió el escenario de su muerte. Huíamos de Puerto Maldonado con Alaín cuando percibimos que una patrulla nos seguía. Corrimos hacia una canoa que descansaba en la orilla con su cargamento de naranjas y obligamos a sus ocupantes a llevarnos remando contra la corriente. En el primer descuido hundieron los remos y se tiraron al río porque eran informantes de la policía. Debimos matarlos en el acto con nuestro único revólver, pero no atiné a hacerlo. Nunca había matado a nadie. Más aún si parecían unos pobres campesinos selváticos, en nombre de los cuales hacíamos la revolución. A merced de la fuerza del río, la barca comenzó a regresar hacia Puerto Maldonado. De pronto se oyó un primer balazo desde la orilla. Intenté responder el ataque pero mi revólver no tenía potencia de fuego. Alaín buscó protección escurriéndose entre las naranjas.

Javier se miró en el espejo de la barra y no se vio. Desde el fondo de su ser inmaterial surgió una rabia incontenible, una indómita gana de trastornar el orden. Levantó la copa del coca sour y percibió que la copa levitaba en medio del espacio. Y que cuando tomaba de ella, un líquido espumoso y verde se derramaba sobre el piso. La depositó de nuevo sobre la madera y se levantó de su asiento en el bar. Siguió hablando sin parar.

Una bala en el cuello inmovilizó a Alaín y éste se hizo el muerto. Yo en cambio estaba apoyado en la borda y me convertí en un blanco perfecto. Una andanada de balazos de fusil atravesó mi cuerpo, astilló mis huesos y quemó mi carne como si fueran rayos de fuego puro. Una a una fui sintiendo las diecisiete balas que acabaron con mi vida. Un mareo extraño me envolvió mientras la sangre corría entre las naranjas ahuecadas. Después desaparecieron mi cadáver.

De pronto una ruma de platos se vino abajo en la cocina. Una mano fantasmal encendió los fogones y achicharró los aderezos. La humareda llegó hasta los comedores y el chef preocupadísimo por el desmadre comenzó a increpar al personal. La misma mano entreveró los pedidos. Los platos de unos se servían en las mesas de los otros. El maître alarmado corría de un lado a otro tratando de tranquilizar a los clientes. Yo pedí un terrine de camarones. No una causa rellena de erizo. Algo está pasando, señora. A mí tampoco me han traído mi tiradito de pulpo. Perdone caballero. Ha habido un problema en la cocina y su pedido va a demorar. Finalmente, el alma desconcertada de Javier le dio un manotazo al barman y éste arrojó la jarra de coca sour al suelo. Qué malas ondas han traído esos poetas, dijo el maître apretando los dientes. Los mozos los miraban entre sorprendidos y burlones. Están medio locos. Le hablan a un amigo imaginario.

El crujir de los cristales lo trajo de vuelta. Cálmate Javier. No te pongas así. Nos van a botar de la gloria. Los tres se sentaron a la mesa. Después de mucho rato les trajeron la carta. La casa recomienda el pepián de langosta, dijo el maître con cara de pocos amigos. Yo me animo por esta ensalada de anchoas, pallares y paico, dijo el poeta flaco. De segundo quiero un pato a la huaranga con soufflé de zapallo loche, interrumpió el poeta gordo. Fiel a su fantasía el poeta flaco pidió su lomo de alpaca en salsa de funghi porcini, con guarnición de quinua y kiwicha. Y un marqués de riscal casi de oficio. Y de postre unos helados de camu-camu con mermelada de aguaymanto. El maître dirigió sus pasos hacia la cocina. Para mí un cau-cau de pota, dijo inesperadamente Javier. Suena bonito.

Dicen que me enterraron por allí, pero lo cierto es que no hubo fiscal, ni foto, ni nada. Cuando llegaron los periodistas de Lima pusieron una losa de cemento, sin nadie adentro y mi nombre afuera. Seguramente me tiraron al río y mis huesos fueron a dar al mar. Después mi sepulcro vacío corrió la misma suerte. Se lo llevó la crecida. Javier se puso a cantar a todo pulmón: Yo no pido una tumba/ ni una cruz, ni corona/ y tampoco una lágrima/ me aburre oír llorar. Todos voltearon hacia la mesa. Al poeta gordo no le quedó más remedio que hacer de fonomímico: Así como he vivido al azar/ al azar quiero irme/ a otras playas mecido en la hamaca de la mar/ quiero dejar anclado mi corazón vacío/ en un lejano puerto y muerto aún viajar. Unos aplausos resonaron en el salón principal. El poeta gordo se incorporó e hizo una venia. Excelente, muy buena interpretación, certificó Oscar Velarde que se acercó a felicitarlo. Yo no sabía que cantabas tan bien, ironizó el poeta flaco.

Como no tienes tumba, no tiene paz, pontificó el poeta flaco. Ya no te leen, Javier, confirmó el poeta gordo. La revolución ha pasado de moda. La poesía social también, pero hay que hacerse recordar siempre, sentenció el poeta flaco. Algo tenemos que hacer por ti, hermano. Una tumba es fundamental para que te hagan homenajes y romerías. No puede ser que te estén olvidando. Los de nuestra generación tenemos que apoyarnos unos a otros.

Con franqueza, Javier, dijo el poeta gordo ¿Te gustaría volver a la vida? ¿Sabes que no lo sé? Hubiera querido regresar para escribir más poemas, para hacer más amigos y amar con locura a las chicas que dejé por la política. En verdad, les confieso, casi no tiré. A lo más algún polvorín perdido en Huatica. Pero también me pongo en el otro caso. ¿Si no me hubiera muerto pronto, qué habría sido de mí? Seguramente estaría como ustedes, igual de viejo, con los mismos apremios económicos, controlándome la diabetes y la presión, persiguiendo a la esquiva fama, y chupando, comiendo y juergueándome para olvidar las penurias de la existencia. Suena patético, confesó el poeta gordo. Pero al menos todavía podemos bacilarnos, se justificó enseguida. Llegará el día en que no podremos ni limpiarnos el culo con la mano, y se empujó todo el caucau de pota que Javier apenas había picoteado.

Pidieron hasta un pousse café para cerrar el festín. ¿Qué les parece un antiquísimo pisco huamaní? Lo cataron. Está riquísimo. Salud mi hermano. Medio acholado. Tiene lágrima y rosa. Hace tirabuzones. Es transparente como la luz. ¿Y son felices? Yo ando felizmente casado hace como 25 años. Yo también dijo el poeta flaco. Pero de vez en cuando saco los pies del plato. Una canita, tú sabes. Encabalgar mujeres es como encabalgar versos. Sobre todo ahora que estamos en los tiempos erectos del sildenafilo. Parece que algunas cosas han cambiado. Me rectifico, aceptó Javier. Como dice Borges en su testamento apócrifo, alguna relación con los placeres debemos de tener. Bravo, Javier. La anorexia de los espíritus puros, el desgano material, la falta de apetito de las ánimas tristes, no conducen a nada. Salud muchachos. El del estribo.

Ya estábamos por irnos cuando se apareció el maître con un cartapacio de cuero. Creímos al principio que era un recuerdo, una firmita de los invitados para la contabilidad, alguna delicadeza de la casa. Puta, era la dolorosa. Nosotros somos periodistas. Se trata de un reportaje publicitario para la pagina gourmet del Universal. El poeta gordo se hinchó y sacó su carnet. No tiene el sello, señor. Nosotros somos poetas. No somos unos cualquiera. Es bamba, señor. Seguro es comprado en Azángaro. ¿Podríamos hablar con Oscar? Imposible. Don Oscar acaba de partir a un crucero por las Galápagos y no es política de la gloria gastar en publicidad. A nosotros nos sobran los clientes. Sí, gente como ustedes ya me la ha hecho varias veces. Eructando a pavo y encima misios. Ahorita mismo llamo a la comisaría, amenazó, mientras se dirigía al teléfono. Van a terminar entre rejas y con una indigestión del carajo, pensó Javier. Mejor me zumbo.

El poeta gordo se rebuscó los bolsillos y sólo encontró los palitos de dientes de algún cóctel de embajada. El poeta flaco hizo el intento de abrir la billetera. Estaba vacía. Rebuscó un poco más y solo halló los diez soles que su mujer le ponía para casos de emergencia. Qué roche, pensó. Le surgió una vergüenza de poeta. Desprevenidamente miró el rólex, herencia de su padre y se detuvo en su sobrio minutero. No halló más remedio que entregarlo. Se lo dejo en garantía, mozo. Es lo más preciado que tengo. Seguro es también falsificado.

El poeta gordo se acomodó los pantalones y en un movimiento involuntario se palpó la secretera. Mozo, devuélvale el reloj a mi amigo. Aquí tengo plata, creo. Hermano, no te lo había contado. Esta mañana me avisaron por teléfono que me he ganado el premio Nadal de poesía. El alquiler puede esperar. Son como veinte mil darlins. Desenrolló el dinero que su mujer le había encargado pagar y canceló la cuenta. Un charco de envidia inundó el corazón del poeta flaco, pero se disipó rápidamente cuando vio el rólex de nuevo en su muñeca. No era muy tarde. Salieron a la calle y tomaron un taxi rumbo al cementerio. Abrazados se fueron a buscar una tumba para Javier.

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