Rogelio Gallardo
según mi frágil memoria
Vi a Rogelio Gallardo por primera vez el año 1994 —¿1995? —, durante la oleada de escritores
consagrados y famosos que llegó a Guadalupe gracias a la gestión del poeta
Antonio Escobar.
Recuerdo que Rogelio Gallardo, el poeta de Cantos al hombre, daría un recital en el
Tigres Club, una noche cuya fecha exacta no recuerdo. En la mesa de honor
esperaban Antonio Escobar y Bethoven Medina, si la memoria no me traiciona. Pasada
la hora pactada para el inicio, y con el público esperando sobre las sillas,
don Alfonso Balarezo al ver que el poeta no llegaba, salió a la puerta,
impaciente a esperarlo. Daba vueltas. Caminaba de un lado a otro ojeando su
reloj de cuando en cuando. Yo estaba ahí, parado, esperando también. Cómo
buscando consuelo, me dijo: Jarita, no
llega el poeta. Asentí con la cabeza. Pero me animé a señalarle con el pico
al señor que estaba desde hacía unos diez minutos, parado a un costado de la puerta.
Por lo que había oído estaba casi seguro de que ese hombre de impronta humilde era
el consagrado y esperado poeta, pero la timidez (o el complejo que siempre me había acompañado)
me privó de abordarlo. Allí estaba él, abrazándose así mismo, mirando hacia el interior del local: era prieto, enjuto, crespo, bajito, vestía pantalón y guayabera
desaliñados, pero blancos; calzaba llanques. Don Alfonso Balarezo se le acercó
inmediatamente:
—Buenas
noches, ¿espera a alguien?
—No.
—¿Quién
es usted?
—Yo soy Rogelio
Gallardo.
Cuando terminó el recital, los privilegiados, entre
ellos, yo, porque ya era amigo de Antonio Escobar, fuimos a la casa de don
Alfonso Balarezo, que quedaba a una cuadra de la plaza mayor, a continuar con
la sobremesa literaria. El anfitrión, recordando entre risas el impase de la
puerta del Tigres Club, desencorchó unos vinos. Rogelio Gallardo leyó unos
poemas haciendo gala de su voz estentórea y hasta se animó a cantar un tango, cuyo
nombre no recuerdo y que don Alfonso Balarezo grabó íntegramente. Bethoven
Medina, de cuando en cuando llamaba la atención del poeta mayor y le recitaba
con emoción y admiración, un par de versos de Cantos al hombre; de rato en rato, también le halagaba: “Grande Rogelio”.
Después del encuentro en Guadalupe, lo busqué en Trujillo.
Averiguando, me dijeron que podría encontrarlo por la plaza mayor, que por ahí
paraba siempre, deambulando. Antes de empezar mi búsqueda, escogí de mi archivo
inédito, un manojo de poemas, que trascribí a mano, con mucha esperanza. Aluciné,
seguramente, a Rogelio Gallardo diciéndome: ¡Robert,
qué buena poesía! Pues sí, porque buscaría al poeta de culto, para pedirle
que leyera mis poemas y me diera un honesto comentario. Me incomodaba el
anonimato, mi trabajo dentro del closet, y moría porque algún poeta consagrado
me diera su visto bueno, legitimara lo que en solitario venía pergeñando; sí,
eso sucedía en mi fuero interno. También es claro que si no había publicado era
porque no tenía las posibilidades económicas; de haberlas tenido, ¡Dios mío!, quizá
hoy estaría arrepentido. Con mi puñado
de poemas cuidadosamente seleccionados enrumbé al centro de Trujillo. Hurgué
por las bancas, los pasajes, el monumento; pero nada. Recordé lo que me habían
contado discretamente quienes lo conocían de buen tiempo atrás: Rogelio Gallardo ha tocado fondo, bebe hasta
ron de quemar. Con esto en mente recorrí los bares de la ciudad; pero nada.
Ya casi rendido, volví a la plaza mayor. Y fue que lo divisé en la esquina de
Pizarro y Orbegoso. Allí estaba él, sentado al filo de la única grada del local
donde hoy funciona McDonald´s, con la misma ropa que lo conocí, o al menos eso
me pareció, y con sus ojos grandes y melancólicos clavados en algún poema
vespertino por venir. Me acerqué y me senté
junto a Rogelio Gallardo, sin pedir permiso y sin mediar palabra por unos
minutos, hasta que me animé a hablarle. No se sorprendió, pero noté que me tomó
atención cuando empecé hablarle sobre su breve estadía en Guadalupe: sonrió,
desganadamente. Si algo detesté aquella tarde fue el no tener un sol en los
bolsillos para invitarle a tomar un café, lo mismo que me sucedió con Juan
Paredes Carbonell. ¡Carajo, cómo se podía
estar tan misio! Tras un breve intercambio de palabras, más bien
protocolares, le pregunté si acaso podía entregarle unos poemas de mi autoría
para que me hiciera un breve y honesto comentario. ¿Escribes? Asentí con la cabeza y aproveché para entregarle las
cuatro o cinco hojas grapadas que guardaba en mi morral. Mientras Rogelio Gallardo
las ojeaba, por miedo a su reacción, me puse de pie y lo interrumpí:
—Don
Rogelio, otro día, con calma, regreso por su comentario.
—Bien poeta,
aquí me encuentras.
1 comment:
Conocí de paso en la calle al poeta Rogelio Gallardo.
Saludos tu interés en darlo a saber sus letras.
Saludos Robert.
Post a Comment