Un pesimista es un realista bien informado
Murphy
Murphy
Cuando afirmo, por ejemplo, que “nunca va alcanzarse la igualdad entre los hombres”, ¿seré un pesimista o un realista?
La mayoría, obviamente, coincidirá en que soy un pesimista convicto y confeso. Después de tanta desgracia en cadena, es casi lógico y hasta justificable, de que el ser humano anhele, espere un futuro mejor. En ese contexto, afirmar que “nunca va alcanzarse la…”, sin lugar a dudas, significará que estoy subvirtiendo la esperanza, aguando la fiesta de anhelos de los optimistas. No hay duda: me tildarán de pesimista, así a secas, lo cual le otorga una carga despectiva. Pero claro, protestaré: en todo caso sería un desesperanzado, que no es lo mismo. La esperanza nace con los ojos clavados en el futuro, mientras que la desesperanza lo hace con lo ojos clavados en el presente y/o pasado. De allí que la esperanza funja de analgésico, de dulce espejismo, funja de bandera de los optimistas, cuyo optimismo nace de un acto de fe más que de un acto de conocimiento. El optimismo hace aséptico, a quien lo padezca, al pasado y/o presente históricos; y es propio de aquellos que de tanto sufrir no les queda si no escapar, negar, huir de su realidad histórica. En cambio la desesperanza, es como un chorro permanente de agua helada que nos mantiene despiertos, con los pies en el pasado y/o presente; y es, por supuesto, el estandarte de los realistas, cuyo realismo proviene de un acto de conocimiento más que de un acto de fe. El optimismo es un anhelo (legítimo, pero infundado), es una religión; el pesimismo es un temor (legítimo y fundado, a la vez), es una ciencia. El optimista espera un milagro, una casualidad; el pesimista espera un hecho (predeterminado), una causalidad. Al optimista, le basta con sentarse en su fe para esperar a que llegue el milagro. Al pesimista le basta con ojear al vecino, la calle, el periódico, el noticiero, la Internet, para toparse con ese mar de desgracias, ese mar de indicios reales que sustentan y legitiman su temor histórico. No cabe duda: un pesimista es un realista bien informado. Mhurpy tenía razón.
La mayoría, obviamente, coincidirá en que soy un pesimista convicto y confeso. Después de tanta desgracia en cadena, es casi lógico y hasta justificable, de que el ser humano anhele, espere un futuro mejor. En ese contexto, afirmar que “nunca va alcanzarse la…”, sin lugar a dudas, significará que estoy subvirtiendo la esperanza, aguando la fiesta de anhelos de los optimistas. No hay duda: me tildarán de pesimista, así a secas, lo cual le otorga una carga despectiva. Pero claro, protestaré: en todo caso sería un desesperanzado, que no es lo mismo. La esperanza nace con los ojos clavados en el futuro, mientras que la desesperanza lo hace con lo ojos clavados en el presente y/o pasado. De allí que la esperanza funja de analgésico, de dulce espejismo, funja de bandera de los optimistas, cuyo optimismo nace de un acto de fe más que de un acto de conocimiento. El optimismo hace aséptico, a quien lo padezca, al pasado y/o presente históricos; y es propio de aquellos que de tanto sufrir no les queda si no escapar, negar, huir de su realidad histórica. En cambio la desesperanza, es como un chorro permanente de agua helada que nos mantiene despiertos, con los pies en el pasado y/o presente; y es, por supuesto, el estandarte de los realistas, cuyo realismo proviene de un acto de conocimiento más que de un acto de fe. El optimismo es un anhelo (legítimo, pero infundado), es una religión; el pesimismo es un temor (legítimo y fundado, a la vez), es una ciencia. El optimista espera un milagro, una casualidad; el pesimista espera un hecho (predeterminado), una causalidad. Al optimista, le basta con sentarse en su fe para esperar a que llegue el milagro. Al pesimista le basta con ojear al vecino, la calle, el periódico, el noticiero, la Internet, para toparse con ese mar de desgracias, ese mar de indicios reales que sustentan y legitiman su temor histórico. No cabe duda: un pesimista es un realista bien informado. Mhurpy tenía razón.
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